Pues sí, tras 18 entradas (contando con esta), llega el final del diario del viaje en coche de Bretaña y Normandía, que no el final de las vacaciones de verano. Nos hemos pasado los dos últimos meses hablando de Francia y sus encantos y, para cerrar el diario vamos a hablaros un poco de Poitiers y hacer un balance de la experiencia, aparte de dar paso a las próximas entradas sobre la escapada al Pirineo francés.
Aquella mañana, la última, despertábamos en Poitiers y antes de partir hacia el Pirineo francés, donde pasaríamos los siguiente tres días, queríamos pasear un poco más por la ciudad de Poitiers, luego teníamos que parar en Burdeos (donde se puede decir que casi empezó este viaje) para recoger el trípode que nos habíamos dejado olvidado en el apartamento y llegar a nuestro nuevo lugar de retiro entre naturaleza, en Barcus, País Vasco francés.
El desayuno en el hotel, del que os hablamos en la entrada anterior, nos da suficientes fuerzas para comenzar el día. No se planteaba esta etapa muy intensa, bastante coche y una buena ocasión para hacer un balance de nuestro roadtrip por Bretaña y Normandía.
En el hotel nos permiten dejar el coche estacionado en su aparcamiento hasta que nos fuéramos, así que cargamos las maletas en él y nos vamos a dar un paseo matutino por Poitiers.
En la mañana, la ciudad tenía más vida que la tarde anterior, aunque era temprano y todavía estaba un poco adormilada. La ubicación del hotel era tan buena que en un minuto estábamos en la plaza del ayuntamiento. Desde allí, ponemos rumbo hacia la catedral callejeando.
En el camino se cruza la Iglesia de Notre-Dame la Grande, la misma que habíamos visto la noche anterior iluminada por la noche. Para nosotros resultó ser la verdadera joya de Poitiers. Su fachada exterior es maravillosa, pero si entráis en el interior aún hay capacidad para sorprenderse más. Creo que nunca habíamos visto anteriormente una iglesia policromada como lo estaba esta, ni con la belleza tan especial de este templo.
Desde aquí, continuamos nuestro camino hacia la catedral, esta vez lo hacemos bajando por la Grand Rue, de la que se dice en algunos sitios que es la calle más antigua del mundo, en otros se dice que es la más antigua de Europa de la que se tiene referencia (s.IX) como calle… Cada vez que damos con un “el/la más” hay que estar muy atento, porque suelen llevar detrás alguna coletilla del tipo “la calle residencial más antigua de Europa habitada ininterrumpidamente” como pasaba en Wells (Inglaterra) por ejemplo.
La Grand Rue es una calle estrecha en pendiente, con comercios tradicionales que parecen llevar años y años viendo pasar diferentes generaciones por sus escaparates.
Entramos a la catedral de Poitiers, después de haber visto la iglesia de Notre Dame la Grande, sus recuerdos eclipsan, para nosotros, este templo, pero aún así bien merece una visita, forma parte de los monumentos históricos de Francia y sus vidrieras son preciosas.
Muy cerca de la catedral se encuentra el Baptisterio, nosotros no entramos en su interior, la entrada es de 3 euros, solo lo contemplamos desde fuera, pero se dice que es el monumento cristiano más antiguo de todo occidente
Y entre las callejuelas y callejuelas regresamos a recoger el coche para emprender el camino hacia el Pirineo con un desvío a Burdeos para recoger el trípode.
Desde hace años, hablar de Poitiers casi va unido a hacerlo de Futuroscope, nos planteamos visitarlo, la verdad, pero nos exigía un día más de viaje por allí y tras escuchar diferentes opiniones decidimos dejarlo al margen. Si vais a pasar por allí, en función de vuestro tiempo e intereses, puede que sea una visita que queráis realizar.
Dos horas y cuarenta minutos, y 20 euros de peaje, separaban Poitiers de Burdeos. Hacia allí emprendimos el viaje. Con la tensión que pasamos el día que olvidamos, en el apartamento de Burdeos, el trípode por fin lo íbamos a recuperar. Qué bonito fue llevarlo de viaje para no poderlo usar…
Habíamos quedado a las 16:00 en la puerta del apartamento con la propietaria, así que nos vimos obligados a parar a comer en un área de servicio de esas de Francia que parecen auténticos resorts, con sus duchas, baños, columpios, bosque, tienda, merenderos… y no esos apartaderos de asfalto que tenemos por aquí en el que los coches pasan a 120 y te vuelan las servilletas de papel.
Atravesar Burdeos en coche, si no lo dijimos en las entradas que hablábamos de la ciudad lo decimos ahora, es un castigo. Una tortura que sirve como penitencia para cualquier pecado terrible que hayas podido cometer. Los semáforos están perfectamente sincronizados para que tengas que parar en cada uno de ellos y, encima, hay muchos.
Recogimos el trípode y el vestido. Y, de nuevo, a cruzar Burdeos lentamente, muy lentamente.
Nuestro siguiente destino fue bautizado como “El descanso del viajero”, nos dirigíamos a Barcus, localizado en los Pirineos Atlánticos y perteneciente, todavía, a la región de Aquitania.
Ahora nos quedaban otras dos horas y cuarenta y cinco minutos, hasta Pau, por autopista (27,50 euros), a partir de ahí viajamos por carreteras comarcales, luego caminos asfaltados, senderos también asfaltados... Unos paisajes de ensueño. En resumen, un camino precioso. Desde la autopista hasta el hotel, nos llevó una hora, curva tras curva, pero no se hacía nada largo. El que no escribe decía disfrutar con la conducción.
Llegamos al hotel, bueno, a la casa sobre las 19:30. Un lugar en medio de la nada, con unas vistas que quitaban el hipo. Una casita con piscina rodeada de verde por todos los lados, cuyos anfitriones son una pareja de británicos encantadores y muy particulares.
Comenzaba el descanso del viajero, que nos regaló tres cenas a cuál más atípica y divertida, alguna experiencia surrealista, mucho chocolate, una cascada paradisíaca, unas noches de ensueño… Y eso os lo contamos en las próximas entradas.
Lo que sí podemos decir es que, aquella noche, tras la cena, salimos a la zona del jardín, los propietarios habían puesto velas y la pequeña piscina estaba iluminada. Se veían infinitas estrellas y no, no me estoy poniendo cursi, es que bajo esa situación hacíamos balance de la experiencia por Bretaña y Normandía.
Diecisiete días atrás cogíamos el coche desde Madrid y comenzábamos a cruzar parte de España y Francia. Nuestras expectativas sobre el viaje no eran concretas, sabíamos que era una zona de pueblos bonitos, de tradiciones. Sabíamos de la mochila histórica que Normandía llevaba sobre ella. Sabíamos algo de creppes y nada de galettes. Realmente no teníamos ni idea de francés, y seguimos sin tenerla, aunque hemos aprendido pequeñas expresiones y conceptos que han sido como un oasis en medio del desierto en algunas ocasiones.
Cuando sabíamos que había pueblos bonitos, y muchos los habíamos visto en imágenes, no imaginábamos lo que nos iban a llenar cuando estuviéramos allí. Pero los ojos se nos han puesto del revés algunos días. Hemos encontrado lugares tan especiales y hemos pasado noches tan geniales que no podemos hacer otra cosa que no sea sonreír al recordarlos.
Cuando fuimos no sabíamos de la amabilidad de los bretones, los resaltamos a ellos, porque en Bretaña principalmente hemos quedado prendados de su carácter y su actitud con respecto a los visitantes extranjeros.
Nos hemos sorprendido con los alojamientos a los que hemos ido a parar, desde el que tenía el armario al lado del inodoro, el que tenía unas escaleras con una pendiente del 80%, que ha sido de los más divertidos, o los idílicos que iban desde lo más moderno hasta el más bucólico.
Bretaña nos ha llevado cada día por itinerarios que parecía que te trasladaban a otra época, nos hemos acercado a su costa salvaje, azul y verde, y también hemos visto cómo, para los locales, 21 grados es una temperatura ideal para de darse un chapuzón.
Hemos visto lo que de verdad es una subida y bajada de marea. Sí, no de esas que si te despistas te mojan la toalla, no. Hemos visto como el agua rodeaba el mágico Mont Saint-Michel a las 23:00 y aquel concurrido lugar era invadido por el único sonido del agua. También hemos podido comprobar, cómo el mar desaparecía y se perdía, dejando kilómetros de arena desnuda. El Mont Saint-Michel es magia.
Nos hemos emocionado en Normandía, hemos sacado de los libros de texto el drama de la Historia y la guerra para traerlos a la realidad. Nos hemos adentrado en una batería militar, algo que, en mi caso, pensé que no sería de gran interés para mí y que, sinceramente, me conmovió. Aunque no tanto como acercarnos a los cementerios donde te invades de una realidad que parecía hojas de libros que un día leíste o imágenes de películas que algún día viste.
Hemos aprendido aún más historia, porque estando allí cada vez queríamos leer más, no solo de Normandía, de Bretaña, de sus pueblos, de su gente, de las tradiciones, de algunos monumentos.
Hemos comido, madre mía, y qué bien lo hemos hecho. He descubierto que no hay crepe más rico en el mundo mundial que el de caramelo y mantequilla salada…
Nuestra primera experiencia llevando nuestro propio coche desde Madrid nos ha encantado, ha sido como una sensación relajante y de libertad, donde puedes llevar lo que te de la gana sin tener que ir disfrazado al aeropuerto con 150 capas de ropa y los bolsillos llenos de gadgets que no caben en las maletas (aunque luego nos vayamos dejando las cosas olvidadas por ahí).
En fin, hemos vuelto conquistados, una vez más, por Francia. Queremos más, no será en este año, o al menos no está planificado (ya tenemos elegido el próximo roadtrip), pero esperamos que no sea mucho más tarde.
Bretaña y Normandía hicieron de nuestro verano 2018 algo inolvidable…
Si quieres saber cómo continuó el viaje durante el “Descanso del Viajero” no te pierdas las dos próximas entradas… (prometemos, al menos, momentos divertidos).
¿Tienes planes hoy?
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