26 de marzo de 2019

17 días en Bretaña y Normandía. Día 10: Saint-Suliac - Cancale - Saint Malo

El viaje por la Bretaña francesa estaba resultando todo un descubrimiento. Llevábamos tiempo con este destino en la cabeza, pero nunca llegaba a materializarse. Era el décimo día de viaje y el plan que teníamos para esta jornada era bastante tranquilo, aunque el que no escribe me dice que mi concepto de “días tranquilos es un poco relativo”, pero bien que le gustan…

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Pues una mañana más amanecemos en Dinan sobre la cama del placer, que dicho así no parece que estemos en un blog de viajes, lo sé, pero no soy yo, son vuestras mentes. La cama del placer es la cama de 1,80 con edredón, en agosto, que nos acogía cada noche transportándonos al descanso más absoluto y nos permitía recargar pilas. Lo cierto es que, desde que habíamos llegado allí, cada día nos levantábamos más tarde, costaba escapar de ella.

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El día anterior habíamos estado llenándonos la vista de lugares a orillas de la Costa Esmeralda y, en este día, el mar seguiría siendo protagonista por diferentes motivos, llevándonos desde un pueblo digno de visitar hasta la famosa ciudad corsaria de Saint-Malo, entre medias, Cancale nos esperaba, no sabíamos que desde allí divisaríamos a lo lejos, por primera vez, el Mont Saint-Michel.

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Saint-Suliac sería nuestra primera parada. Apenas 23 kilómetros lo separan de Dinan. ¿Os acordáis de cómo el río Race pasaba por la parte baja de Dinan? Pues siguiendo su curso se puede llegar a Saint-Suliac. El Rance se convierte en estuario, en el que, por cierto, parece ser que habita una foca, nosotros no tenemos constancia real, pero eso se dice.

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Elegimos este lugar porque nos pareció una parada que tenía pinta de merecer la pena, desde finales de los años 90, forma parte de los pueblos más bonitos de Francia en sus listas (Les plus beaux villages de France). Se trata de pueblo de pescadores muy pintoresco. El hecho de que sea de pescadores es algo que no pasará inadvertido en la visita, en muchas de las fachadas de las casas de granito, veréis las redes de pesca decorándolas. Y no sólo allí, en alguna callejuela forma una especie de pasillo que le da un toque totalmente encantador muy acorde con el alma del lugar. 

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El pueblo se reparte alrededor de la iglesia, que fue el primer lugar al que entramos. Aparcamos en una calle a la entrada del pueblo sin mayor dificultad a esas horas, que tampoco eran demasiado tempranas, sería alrededor de las 11. Estaba todo muy tranquilo.

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El encanto de Saint-Suliac está en perderse por sus estrechas callejuelas, como os decíamos, muchas de ellas con las redes sobre las fachadas, lugar donde se colocaban para secarlas. 

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La pendiente descendiente del pueblo te lleva directamente a orillas del río, donde hay una estampa muy agradable, las casitas y una pequeña playa temporal, que aparece y desaparece con la marea. Embarcaciones, algunas pequeñas tradicionales, que se empleaban para la pesca del bacalao, hoy la mayoría de recreo. Un paseo verde, tranquilo con unas vistas preciosas.

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Desde Saint-Suliac vamos camino de Cancale, otros 23-25 kilómetros de distancia. Esta fue una parada que metimos en el último momento, cuando nuestros compañero de Instagram @natyrocx nos recomendaron que no dejáramos de acercarnos si teníamos oportunidad al mercado de las ostras. En nuestro plan inicial estaba ir directamente a Saint-Malo o a Dol-de-Bretagne, pero nos dejamos guiar y nos encantó hacerlo.

Cancale es conocido por sus ostras, en algunos lugares, dicen que son de las mejores que se pueden encontrar. Lo curioso es que a nosotros las ostras no nos emocionan. Con lo cual más mérito tiene que nos lanzáramos a conocer este lugar. Pero no puede uno estar en Cancale y no comer ostras. Ostras recién sacadas del mar y que se venden por las mañanas en su “Mercado de las Ostras” tan popular. Un mercado compuesto por 5 o 6 puestos en los que se presentan las ostras, con sus diferentes tamaño (menor número se supone que mejor ostra) a un precio más que competitivo.

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Pero vayamos por partes, cuando llegamos a Cancale, como fue algo improvisado, no teníamos nada claro, aparte de ir al mercado de las ostras, de dónde dirigirnos. Así que al llegar nos pusimos a buscar aparcamiento por la zona alta de la ciudad. Al final lo conseguimos, pero sin tener muy claro dónde estábamos y a dónde teníamos que ir. También os decimos que nos costó un buen rato aparcar (al menos fue aparcamiento gratuito).

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Nos quedó claro que teníamos que bajar al nivel del mar, si vas a Cancale a comer ostras y, se supone que hay un mercado que vende ostras cerca del mar, sigue el horizonte azul y llegarás. ¿No me digáis que no somos gente ilustrada?

Reconocemos que también encontramos una calle que se llamaba “la calle del Puerto” y algo nos dijo que ese era el camino que debíamos de tomar, somos pocos los afortunados de gozar de un poder de intuición tan grande ante señales tan sutiles.

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Y, efectivamente, tras bajar como si no hubiera un mañana, llegamos al puerto, que lo encontramos repleto de gente que llenaba las terrazas de todos los locales que miraban al mar. Marisquerías por todas partes. Caminando por el paseo marítimo llegamos al pequeño mercado también con sus puestecitos de rayas azules y blancas y las cajas de ostras que lo llenaban todo.

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Una docena pedimos, del número 2, porque si íbamos a sufrir comiendo ostras, al menos que fuera un sufrimiento por unas decentes. La docena de ostras 7,50 euros con el plato (que luego se devuelve). Nos las abrieron, nos dieron un limón y, hala, ya nos podíamos marchar.

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No fuimos muy lejos, detrás de los puestos estaba el mar, unos cuantos metros por debajo de nosotros, pero había una especie de murito donde sentarse. La tradición dice que comes la ostra y la valva se tira al mar. Y os aseguramos que la tradición se cumpliera, no solo porque viéramos como todo el mundo lo hacía, sino porque bajando la vista al agua azul turquesa del mar, se podían ver montones de valvas de ostras. Y así, nos comimos 6 ostras cada uno, que además nos encantaron. No sé si fue la motivación, el lugar, la tontería o qué, pero su sabor a mar nos invadió.

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Pues, una vez tomado el aperitivo y, teniendo en cuenta que veníamos de un pueblo donde las redes colgaban por todas partes y, ahora estábamos en otros donde se veían valvas de ostras cada vez que mirabas al mar, decidimos que si nos ponemos, nos ponemos. Cancale es conocido por las ostras y sus productos del mar, así que ¡marchando mariscada para dos!

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Los restaurantes estaban llenos y nuestros compis @natyrocx también nos comentaron en un lugar que habían comido allí ellos en su día, así que seguimos sus pasos y tuvimos suerte de tener una mesa. Suerte porque Cancale al mediodía en agosto estaba hasta la bandera. El lugar fue Au Pied de Cheval.

Bueno, pues una mariscada para dos que tuvo sus luces y sus sombras. Menos mal que las ostras nos habían gustado, porque, por su puesto, vinieron unas cuantas más, muy buenas. El buey de mar que coronaba la fuente estaba bueno, aunque para nuestro gusto un poco pasado de cocción, langostinos chiquititos, pero ricos, las cigalas, las pobres, aun tenían una vida larga por vivir y, sobre todo, por crecer, hemos visto cigalas arroceras con más porte, unas conchas que no sabemos qué eran, pero estaban buenísimas, bígaros, quisquillas y mejillones y unas caracolas gigantes que a mí no me hicieron demasiada gracia, pero al que no escribe sí. No pudimos acabar con todo. El precio fue de unos 70 euros, con botella de sidra y dos cafés. Más que razonable. Reconocemos que nosotros somos más de las mariscadas calientes que de las frías, pero estuvo bien la experiencia, aunque el resto del día nos pasó factura.

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Al final nos habíamos tomado 24 ostras más todo lo contado, con lo que llevábamos el sabor a mar incrustado en el paladar, la garganta, el olfato… Y no se iría tan fácilmente.

Cuando salimos de comer, nuestra sorpresa fue ver el retroceso de la marea. Y no porque a esas alturas nos sorprendiera la cantidad de metros que puede retraerse el agua en la Costa Esmeralda (ya lo habíamos observado anteriormente), sino porque esta vez al desaparecer el agua emergían campos de bateas que cambiaban, de golpe y drásticamente, el paisaje. Nada que ver a cuándo habíamos llegado apenas unas horas antes.

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Y con el resurgir de las bateas, lo que era mar se convierte en una especie de campo por donde empiezan a circular los tractores, cargados de gente con botas de pescador que les cubren hasta las rodillas. Se mueven rápido y faenan intensamente. El cultivo de la ostra es evidente que es protagonista en Cancale. Nos sentíamos, desde el espigón, como viendo un programa de National Geographic.

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Fijándonos en las bateas y cómo el mar se ha convertido en tierra, casi nos pasa inadvertido que, aquel día totalmente despejado, al levantar la vista al fondo se podía contemplar, muy chiquitita, la silueta del Mont Saint-Michel. Nos dió hasta emoción. Allí sería donde, un par de días después, comenzaríamos nuestra etapa de Normandía, y Mont-Saint Michel es un lugar tan emblemático.

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Pasamos un buen rato, por tiempo y divertimento, mirando al horizonte porque se cuela en esta interesante vista un grupo de 4 chavales españoles a los que oímos desde la distancia, que se habían adentrado en el lodazal que quedaba donde antes había agua, en busca de su baño. Discutían vehementemente porque uno de ellos quería seguir andando por esas tierras movedizas metros y metros hasta llegar a un lugar en el que poderse bañar, mientras los otros no veían nada clara la idea, porque ya llevaban un buen rato hundiéndose por el terreno y parecían trolls y querían volver a tierra firme. Los oíamos nosotros y los que nos rodeaban y daba mucha risa verlos con el bañador metidos en ese fango y tan entregados, cada uno, a su causa.

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Para volver al coche, decidimos hacerlo, en vez de por la calle del puerto, por unas escaleras que salían desde la zona donde se encontraba por la mañana el Mercado de las Ostras y que, aunque tenía la pendiente más pronunciada, esta era más corta. Además, parecía que llevaba a una especie de mirador. Y de nuevo, el mar de bateas frente a nosotros.

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La siguiente parada era Saint-Malo, conocida como ciudad corsaria. Una ciudad fortaleza emblemática en la Bretaña francesa. 

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Para llegar hasta allí desde Cancale se puede hacer por un camino interior o recorriendo la carretera costera (está señalizado como La Cote).

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 Por aquí se tarda bastante más, pero nos apetecía aquel día un trayecto con vista marítima. Esa carretera, al menos en verano, está bastante transitada. Da acceso a numerosas playas y la gente aparca en los márgenes en más de un lugar. Nosotros lo hicimos también en una de las que encontramos que tenía una pequeña fortaleza.

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Llegamos a Saint-Malo a eso de las 17:00. No nos quisimos complicar demasiado la existencia, había bastante tráfico y decidimos estacionar en el aparcamiento frente a la entrada de la zona intramuros. No penséis que fue llegar y besar el santo, que nos tocó esperar unos 15 minutos a que quedara algún espacio libre el parking y se abriera la barrera para pasar. 

Si las mareas, desde hacía unos días eran impresionantes, en Saint-Malo es el lugar donde son más sorprendentes. 

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La ciudad aparece protegida por sus imponentes murallas de granito, de unos 2 kilómetros de largo y con un grosor de 7 metros. Según atravesamos la Porte de Saint-Vicent, por la que entramos, nos encontramos un Saint-Malo rebosante de gente, muy animado y con muy buena pinta. 

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En Saint-Malo, el comercio ha sido protagonista a lo largo de la historia, su enclave lo ha marcado. Como dato anecdótico, durante 4 años, en el s.XVI, Saint Malo se independizó del reino Francia. Tuvo su periodo de decadencia durante la Revolución francesa y empezó a levantar el vuelo de nuevo cuando, pasada esta época y metidos en el s.XIX, se convirtió en un destino perfecto para los amantes de los balnearios.

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En la II Guerra Mundial, Saint-Malo cayó en manos alemanas y la ciudadela fue bombardeada por los estadounidenses quedando muy perjudicada. Tuvo que ser reconstruida hasta quedar con el fabuloso aspecto que luce actualmente.

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Nosotros lo primero que hicimos fue subir a las murallas desde la entrada para tener una visión desde arriba de la ciudad. El paseo nos resultó muy agradable, pero no impactante. La ciudadela tiene siete puertas de acceso. Durante el recorrido por la parte amurallada se van teniendo vistas de diferentes partes de la ciudad y el mar que la rodea. 

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Como decíamos antes, las subidas y bajadas de marea son impresionantes y, con la marea baja, la gente disfrutaba de la arena de la playa y la piscina construida para que nadie tenga que renunciar al baño.

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La marea baja también dejaba a la vista una especie de espárragos, o palos, de madera que pretenden proteger las paredes de los embistes del mar. Desde allí, también divisamos el Fort du Petit Bé.

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Y así fuimos pasando la tarde, con la boca aun con sabor a mar de la mariscada de Cancale, bastante sed y ganas de ir al baño. Así que decidimos bajar de la muralla a la altura de la Hotel de la Ville y justo encontramos unos baños públicos de pago, donde había gente esperando.

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Y ahí empezó la fiesta. Eran de estos que, según sales y se cierra la puerta, se autolimpian, saliendo chorros de agua por todas partes como si fuera un parque acuático. Delante de nosotros, había dos parejas y cuando sale la persona que estaba dentro, la mujer de la pareja de alemanes a la que le tocaba entrar, decide aprovechar para hacerlo sin meter moneda, con toda su picaresca, impropio de alemanes. A partir de ese momento comenzó un show que parecía digno de una cámara oculta. La mujer se metió, la puerta se cerró, debieron de empezar a salir chorros por todas partes, ella quería salir pero sin meter moneda la puerta no se abría y empezó a gritar como si fuera un protagonista de la Matanza de Texas. 

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Imaginad la cara de los que estábamos en la fila ante tal situación. Su marido se movía inquieto intentando abrir la puerta y buscando monedas apresuradamente para poder abrir. Dentro, se oían ruidos y gritos muy altos y muy seguidos y la pareja que iba delante nuestro y nosotros no podíamos más que mirarnos con complicidad intentando aguantar la risa, sin poder evitarla. La mujer salió de allí con cara de “aquí no ha pasado nada”, pero desde Bretaña a Normandía todos sabíamos que sí había pasado, sí.

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Desde allí, estuvimos callejeando por el interior de la ciudad, por esa cuadrícula de calles que nos llevaron a lugares como la catedral, del s.XII. De nuevo, de acceso gratuito. Nos gustó.

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En total, estuvimos en Saint Malo 2 horas y 40 minutos, lo sabemos por el aparcamiento que, por cierto, ascendió a 4,20 euros.

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Más o menos, a las 20:30 llegábamos a Dinan, nuestra última noche en la ciudad. Una hora bastante justa para cenar, aunque más justos estaban nuestros estómagos que aquella noche no querían nada que supiera a mar, ni galettes, ni nada. Acabamos en un italiano para romper un poco la gastronomía francesa, Le P’tite Pizz. El que no escribe se lanzó a la pasta y yo a una ensalada. Nos quedamos en la terraza, aunque la noche estaba fresca, pero queríamos aprovechar hasta el último minuto en esas calles tan bonitas. 26 euros, una cena normal, sin sobresalir, aunque tuvo el encanto de volver a tener una nueva profesora de francés, ya que la camarera nos estuvo “intentando” enseñar a pronunciar su idioma sin demasiado éxito, aunque ella dijera que sí. 

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De vuelta al hotel, sacando las últimas fotos personales. Las noches en Dinan habían sido fantásticas y nos daba cierta pena dejarlo atrás, pero pensar que a la noche siguiente estaríamos en el Mont Saint-Michel, si todo salía según lo previsto, nos llenaba de ilusión…

El día 11 del viaje parecía que iba a ser un día de grandes momentos…

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