Aquella mañana amanecemos cansados, pero con una actitud diferente, no va a haber que luchar contra el calor.
El día anterior habíamos llegado a la Bretaña francesa, tras pasar dos noches en Burdeos y hacer una parada testimonial en Nantes. Amanecemos en Vannes, una ubicación genial para conocer algunos lugares de la zona. Nuestro plan para aquel día era visitar algunos de los pueblos más bonitos que dicen que hay en la Bretaña francesa. Los elegidos para esa jornada era Rochefort-en-Terre, Malestroit y Josselin. Además, llegamos con tiempo suficiente a Vannes para conocerlo mejor. Así que hoy, una entrada con rincones de cuento en la Bretaña francesa.
Como comentamos en la entrada anterior, nuestro hotel no incluía desayuno. Generalmente, cuando hacemos un “roadtrip”, o que de toda la vida ha sido un viaje en coche por un lugar parando libremente donde deseamos, solemos llevar bebida y algo de comida, por si toca improvisar. El día anterior, nosotros nos hicimos con un kit de desayuno que nos tomamos en el hotel. Batidos, mini brownies, cookies, energía para afrontar el día.
De Vannes a Rochefort-en-Terre se tarda unos 30 minutos. Las carreteras bretonas están en muy buen estado, pasan a ser comarcales y todo lo que las rodea es de un verde intenso. A la entrada del pueblo de Rochefort, desde Vannes, hay un pequeño aparcamiento gratuito, al aire libre. Nosotros desconocíamos esta información, así que en el margen de la carretera, casi haciendo curva, localizamos un sitio y directamente estacionamos allí. Cuando nos pusimos a andar y vimos que había sitios libres y que un señor iba organizando a los coches que llegaban, nos planteamos llevar el nuestro para dejarlo en condiciones. Pero eso se llenó en cuestión de segundos y ya fue demasiado tarde. Así que allí se quedó el coche, tirado en la cuneta. Si llegáis relativamente pronto apostad por intentar aparcar allí.
No se puede entrar al pueblo en coche, es completamente peatonal (en verano) y como un cuento. Os recomendamos la mañana para su visita porque, a pesar de haber gente, se puede ver sin tanto trasiego. Aunque salvo por excepciones, os diremos que este viaje no ha sido un destino caracterizado por la masificación, algo muy de agradecer.
Nada más meter el pie en un trocito de su calle ya te ha conquistado. Está incluido dentro de los pueblos más bonitos de Francia, considerado “Petit Cité de Caractère”. En el año 2016, directamente, fue considerado el más bonito de toda Francia.
Las flores lo inundaban todo. Un contraste de colores infinito sobre las fachadas de un pueblo de corte medieval que te atrapa en su conjunto. Estábamos encantados.
Después de callejear por el pueblecito y pararnos hasta dejar el dedo clavado en el disparador de la cámara, decidimos entrar en la Iglesia de Notre dame de la Tronchane. Que esto traducido es algo así como Nuestra Señora del Tronco. Este nombre deriva de la historia de que en época de invasiones normandas con la intención de proteger la figura de la virgen, esta fue escondida en un tronco, hasta que tiempo después fue encontrada. En ese mismo lugar se levantó esta iglesia.
Después de callejear por el pueblecito y pararnos hasta dejar el dedo clavado en el disparador de la cámara, decidimos entrar en la Iglesia de Notre dame de la Tronchane. Que esto traducido es algo así como Nuestra Señora del Tronco. Este nombre deriva de la historia de que en época de invasiones normandas con la intención de proteger la figura de la virgen, esta fue escondida en un tronco, hasta que tiempo después fue encontrada. En ese mismo lugar se levantó esta iglesia.
Desde allí nos dirigimos a lo que queda del castillo. Por un paseo de árboles que parece digno de película llegamos hasta la parte más alta. El castillo ha estado en manos privadas hasta los años 70, cuando el Consejo de Morbihan lo adquirió por una renta vitalicia a sus propietarios. Su origen data del s.XI, entonces solo en manos de la familia Rochefort. Luego pasó por diferentes manos y destrucciones. A principios del s.XX un pintor quedó prendado de este lugar y adquirió las ruinas procediendo a una reconstrucción de parte de ellas y adaptándolo como residencia particular. El día de nuestra visita un andamio cubría parte de él (no hay viaje sin andamio)
Rochefort-en-Terre aquel día se convierte en un imprescindible para nosotros en un viaje por la Bretaña francesa.
Con las pupilas llenas de colores pusimos rumbo a nuestro siguiente destino, Malestroit. Dieciséis kilómetros separan un lugar de otro.
En ese corto camino encontramos un supermercado abierto, perfecto para reponer parte de nuestro avituallamiento y también porque había fichado un lugar que parecía idílico para comer al aire libre. No sabía si lo encontraríamos, pero había que intentarlo, porque además el día que hacía era maravilloso, totalmente primaveral.
A la entrada del pueblo, en busca del río, aparece un aparcamiento con una mesa de madera y vegetación. Ese fue el lugar elegido para comer. No era el lugar inicial que teníamos planificado, que lo vimos después, por cierto. Si viajáis allí y tenéis intención de tomar vuestro propio picnic buscad la zona de las esclusas, hay más merenderos que en nuestro rinconcito, es estupendo para ello.
Ensalada piamontesa y fruta, sentados en el césped, ya que la mesa estaba ocupada, parecía el lugar más apetecible para aquella mañana, donde cada lugar al que íbamos parecía sacado de un cuadro impresionista.
Si hay algo que dota de una especial belleza a este lugar, a parte de su arquitectura, es el canal Nantes-Brest que lo cruza.
Desde el lugar en el que comimos y cruzando un puente nos adentramos en el pueblo, cruzamos la zona de las esclusas, donde se une el Canal de Nantes-Brest y L'Ouest. El paisaje es precioso y llegamos al centro del pueblo.
El entramado de madera en las fachadas se vuelve protagonista. En la plaza, un montón de terrazas parecen pronunciar nuestro nombre y decidimos tomarnos un café tranquilamente, justo frente a la iglesia.
Aquel día, alrededor de la iglesia se congregaba muchísima gente muy arreglada, nuestra curiosidad era infinita, pero a pesar de estar sentados frente a ellos no supimos qué era lo que se celebraba, no pudimos saciar nuestro lado más cotilla. Encima, ese evento nos impidió entrar en el interior del templo.
En Malestroit sería la primera vez que nos fijaríamos en la especie de mostradores que salen de las casas (que no dejan de ser un poyete ancho) y que se utilizaban para la venta de mercancías (en la Rue aux Anglais de Malestroit, por ejemplo).
Impresionados, relajados y con una paz impresionante, porque encima no había mucha gente, pusimoss rumbo al siguiente punto, Josselin.
Veinticinco kilómetros de un destino al otro que se pasan en un suspiro. Vamos comentando nuestras impresiones de lo bien que iba todo y de lo que nos estaba gustando el día.
La entrada con el coche nos deja boquiabiertos cuando cruzamos el río y ante nosotros aparece el impresionante Castillo de Josselin, a orillas de L'Ouest. Si vas bordeando el río llegas directamente al aparcamiento, no es especialmente grande, la verdad, pero lo cierto es que nosotros solo tardamos en aparcar unos 10 minutos dando vueltas sobre nosotros mismos.
De hecho, en este momento se produjo otro de esos momentos ridículos como consecuencia de la diferencia lingüística. Parecía que una mujer iba a montar en su vehículo y salir, bajamos la ventanilla para preguntárselo y así poder aparcar nosotros y ella toda animada se acercó a nuestra ventanilla y puso todos sus esfuerzos en explicarnos cómo se salía del aparcamiento. Y así es como nosotros pasamos los minutos muertos en nuestros viajes.
Finalmente, por increíble que parezca, acabamos aparcando donde estaba esta mujer, que si bien en ese momento no se iba, acabó por marcharse mientras nosotros rotábamos sobre nosotros mismos.
Paseamos un buen rato por la rivera del río hasta en el interior del pueblo. Un pueblo que crece alrededor de un castillo que nació en el s.XI, pero que no tiene nada que ver con el actual que ahora se puede observar.
A lo largo de la historia sufrió idas y venidas. En el s.XIV, se construyeron nueve torres, de las que ahora quedan cuatro. Es propiedad privada y la familia que lo posee lo utiliza como residencia, aun así, es visitable, os dejamos el enlace de su web para que podáis ampliar información a este respecto.
Entramos en la Basílica de Josselin, se puede subir a una de sus torres, solo 128 escalones separan el suelo firme de las vistas sobre este bonito lugar. Tanto el acceso a la Basílica como la subida a la torre es gratuito.
En un alarde de emoción para allá que vamos. Antes de subir nos dan un folleto, por supuesto, sin decir nada, directamente, en español de nuevo. En este caso, encontramos una justificación, y es que cuando coronamos la torre tras dejar unos cuantos higadillos en la subida, las únicas personas que estábamos arriba éramos españolas (algo debemos llevar dentro para ser los únicos dispuesto a subir a las torres). Las vistas están bien, no os vamos a decir que sean una cosa inimaginable, pero a nosotros nos mereció la pena el esfuerzo y eso que nuestra forma física es lamentable.
En un alarde de emoción para allá que vamos. Antes de subir nos dan un folleto, por supuesto, sin decir nada, directamente, en español de nuevo. En este caso, encontramos una justificación, y es que cuando coronamos la torre tras dejar unos cuantos higadillos en la subida, las únicas personas que estábamos arriba éramos españolas (algo debemos llevar dentro para ser los únicos dispuesto a subir a las torres). Las vistas están bien, no os vamos a decir que sean una cosa inimaginable, pero a nosotros nos mereció la pena el esfuerzo y eso que nuestra forma física es lamentable.
Josselin también nos encantó, antes de irnos, y como el aparcamiento estaba al lado del río y pegado a una esclusa, tuvimos la oportunidad de ver por primera vez en funcionamiento una de ellas. Sí, sí, mucho bloggers de viaje y no habíamos visto una esclusa funcionando a tiempo real. Diréis ¿nunca? ¿no viste esto? Ya, lo sabemos...
Un buen rato sentados a orillas del río, haciendo timelapses, fotos y simplemente disfrutando, hasta que decidimos poner rumbo a Vannes de nuevo.
Cuarenta y cinco minutos hasta llegar al hotel. Aquella tarde fuimos conscientes, de forma definitiva, que no solo no fluía la comunicación verbal, sino que la no verbal tampoco. Buscando aparcamiento en los alrededores del hotel, un chico estaba dentro de su coche hablando por teléfono, pero daba la ligera sensación de que iba a arrancar. De nuevo, procedemos a hacer el gesto de bajar la ventanilla, en este caso yo, y con las manos gesticular indicando lo que para nosotros era "¿te vas?". La cara del chico era un poema, me mira desconcertado como si hubiera visto a ET montado en un coche. Como los sitios estaban cotizados en la zona, no me doy por vencida, bajo la ventanilla y, con toda la naturalidad que la vida me ha dado, en modo indio le digo ¿salir? mientras agito la mano señalando hacia el frente. Resulta que el chico es además super expresivo y la cara de circunstancias que pone ante tal situación es totalmente cómica y a mí la paciencia se me acaba. Mientras, el que no escribe, al volante, mira todo desde su burbuja con total incredulidad. Viendo que la situación no avanzaba y que en breve iba a venir otro coche por detrás, y ya con cierta impaciencia, no se me ocurre otra que decirle al pobre muchacho “Go Out!”, pero así, sin entonar ligeramente una interrogación, como si fuera imperativo. Por si fuera poco, mi gesto directamente pasa a ser el de chocar dos manos perpendiculares. En ese momento el pobre ya tenía los ojos en blanco, el teléfono separado de la oreja, el que no escribe los labios apretados de la risa y yo tras ser consciente de mi lamentable actuación no se me ocurre otra cosa que gritarle desde la ventana “Je ne parle pas Francais”, mientras sonreía (como si el hombre no se hubiera dado cuenta). En ese momento, el que no escribe pisó el acelerador y se rumorea que desaparecimos a la velocidad de la luz, eso sí, la risa nos acompañó un buen rato.
Aquel día, Vannes estaba muy animado, se festejaba el Día Mundial del Fútbol Femenino. Además de gente, también había muchísima seguridad, los militares paseaban en grupo armados por la calle, pero con total naturalidad. Lo hemos visto en otros destinos, en Alsacia, por ejemplo, pero no deja de sorprendernos. Nos parece impensable ver algo similar en España.
Llegar a una hora en la que el comercio estaba abierto también ayudó a ver más vida allí. Además, la luz acompañaba.
Vannes es una ciudad llena de huellas del pasado, su puerto, sus palacetes y casas de entramado de madera, las calles peatonales, su imponente muralla rodeada de preciosos jardines afrancesados. La catedral, los soportales, recovecos, plazuelas. Sus encantos se expanden por sus calles y para nosotros resultó ser una sorpresa constante. Es capital del departamento de Morbihan y ha sido protagonista de diferentes momentos importantes de la historia de Francia, como por ejemplo, la firma del tratado por el que se anexionaba el Ducado de Bretaña a Francia en el s.XVI.
La importancia económica y comercial de este lugar se puede percibir en un paseo por Vannes.
En los alrededores de la catedral se puede observar todo un trazado medieval. Fue uno de los lugares en el que más tiempo pasamos, porque como ya os contamos nuestro trípode, teóricamente, se había quedado en Burdeos y nuestras ganas de hacernos fotos chulas juntos se habían quedado hundidas en el sótano de la pena. Pero aquella tarde-noche en Vannes, el que no escribe aprovechando el momento en el que la ciudad se empezó a quedar vacía, fue encontrando lugares en los que poder apoyar la cámara y nos pasamos ratos buenísimos haciéndonos fotos de esas molonas, molonas. Sí, también ñoñas.
Hasta ahora, no lo habíamos comentado explícitamente, pero en Bretaña la amabilidad de la gente toma una dimensión nueva. Salvo cuando hay que comunicarse de coche a coche, que parece que se quedan sin recursos, lo que es cara a cara, ponen todos los medios que tienen a su alcance para poder entenderse contigo. Y no solo eso, esperan lo que haga falta para que saques la foto que deseas. Esperan dejando una distancia de seguridad que puede que no seas consciente de que están allí y, de golpe, cuando gires la cabeza veas un corrillo de personas sonrientes esperando que llegue el final. Pues eso también pasaba cuando nos poníamos a hacer las fotos a dos, apoyando la cámara en lugares imposibles. Diez minutos para colocarla y a ellos parecía divertirles un montón.
La Catedral de Vannes no la visitamos hasta el día que abandonamos la ciudad, o llegábamos tarde a cenar, o estaba cerrada. Entre unas cosas y otras tuvo que esperar al día de partida. Pero todo el entramado callejero que la rodeaba lo pateamos hasta el infinito y más allá.
En el s.XVII, el Parlamento de Bretaña se vio obligado a desplazarse a Vannes, este hecho provocó la construcción de nuevos edificios para acoger a sus miembros e instituciones. En la Rue Saint Vincent se puede ver parte de ellos.
Aquella tarde también llegamos hasta las murallas de Vannes. Nos impresionaron sus vistas desde los jardines.
Si bajáis hacia lo que hoy es el puerto deportivo, atravesaréis una de las puerta y os encontraréis en la plaza Gambetta. La plaza Gambetta está repleta de terrazas y tráfico que se mueve inquieto. Allí cenamos la noche anterior, y también cenaríamos la de aquel día, justo en el restaurante de al lado (que luego resultó pertenecer al mismo grupo).
Era el restaurante L'Atlantique. Primero nos sentamos en un sillón de madera en el exterior de la terraza, pero empezó a chispear y nos cambiamos a una mesa cobijada por las sombrillas y calefactores. Pedimos un tartar de salmón (un poco insípido), una brandada de bacalao y una jarra de vino blanco de 0,50l (bastante normalito). Total 46,80 euros. Entre tomarnos nota y servirnos, se fue más de una hora. Tal fue la desesperación que tuve que lanzarme a reclamar la comida como mejor pude. Cuando nos sentamos era de día y no teníamos hambre y cuando empezamos a comer era de noche y le habríamos dado un muerdo al primero que pasara a nuestro lado.
Era el restaurante L'Atlantique. Primero nos sentamos en un sillón de madera en el exterior de la terraza, pero empezó a chispear y nos cambiamos a una mesa cobijada por las sombrillas y calefactores. Pedimos un tartar de salmón (un poco insípido), una brandada de bacalao y una jarra de vino blanco de 0,50l (bastante normalito). Total 46,80 euros. Entre tomarnos nota y servirnos, se fue más de una hora. Tal fue la desesperación que tuve que lanzarme a reclamar la comida como mejor pude. Cuando nos sentamos era de día y no teníamos hambre y cuando empezamos a comer era de noche y le habríamos dado un muerdo al primero que pasara a nuestro lado.
Por la noche pasear por Vannes es una chulada, se queda muy tranquilo y el encanto que adquieren sus calles medievales es total. Tanto que volvemos a tirar de cámara y a explotar nuestra creatividad para hacernos fotos personales (sí, de esas que nunca ponemos por aquí), apoyando la cámara en los lugares más insospechados. Vannes parecía solo nuestro.
Un rato después volvemos al hotel, al día siguiente, no podíamos levantarnos tarde, teníamos un itinerario preparado que pintaba muy bien y no serían solo pueblos lo que se cruzaría en nuestro camino…
0 comentarios:
Publicar un comentario