28 de marzo de 2019

17 días en Bretaña y Normandía. Día 11: Rennes - Vitré - Fougères - Mont Saint-Michel

Ese día iba a ser el último en la Bretaña francesa. Once días atrás salíamos desde Madrid en coche, y 9 días atrás pisábamos por primera vez la zona de Bretaña. Aquel día iba a ser el último allí, ya por la noche dormiríamos en Normandía.

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Y para el último día bretón dejamos la capital de la región, Rennes. 

Rennes está a 42 kilómetros de Dinan, lugar del que partíamos. En llegar tardamos unos 45 minutos. Como nos suele pasar en las vacaciones de verano, casi todos los días 15 de agosto suele coincidir que estamos en alguna ciudad un poco más grande.

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En Rennes aparcamos en la plaza Lice, bastante próxima a la catedral y donde se ubica el mercado. Teóricamente, era una zona de estacionamiento regulado, pero al ser festivo estaba inoperativa.

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Rennes es la capital de la provincia de Bretaña, una ciudad que, el día en el que nosotros llegamos, estaba prácticamente vacía, pero no solo estaba vacía, estaba levantada como si fuera la Guerra de los Mundos. Nos quedamos totalmente ojipláticos. Todos los locales comerciales cerrados y los habitantes, o de vacaciones, o encerrados en casa. Apenas 5 turistas despistados nos íbamos cruzando de vez en cuando entre las obras.

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A la catedral de Rennes no pudimos entrar, estaba totalmente vallada y el acceso cerrado. Las calles que rodean esta zona está lleno de contrastes. Casas de entramado de madera, que datan de los s.XV y XVI, algunas en un estado de conservación no demasiado bueno, pero que las dota de un encanto especial y, a la vez, muchísimas pintadas y graffitis en las zonas bajas, con poco valor artístico. Una sensación un poco rara que, probablemente, se veía acentuada al tratarse de un día festivo.  El hecho de que hubiera tan poco ambiente le daba un toque un tanto decadente que, como suele pasar muchas veces, resultaba bastante fotogénico.

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Descartada la catedral como visita, decidimos dejarnos llevar por el casco histórico y ponemos rumbo hacia el Parque Thabor (Parc du Thabor). Entramos por la puerta que hay al lado de la Iglesia Saint Melaine y, a falta de catedral, decidimos entrar para verla, pero están en oficio, así que con las mismas que abrimos la puerta la cerramos. Estaba claro que no era día para visitar templos. 

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Los Jardines Thabor son los más populares en Rennes, inicialmente, eran los jardines de la Abadía a la que pertenecía, la Iglesia que os comentábamos. Posteriormente, hacia el s.XVII, se abrió una parte de ellas al público masculino. Sí, solo al masculino.

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Hoy en día, el parque es de acceso público, 10 hectáreas en las que se encuentra un jardín botánico, una zona de aviarios, fuentes… 

En la zona de la Orangerie, se encuentran los invernaderos, rodeados por un montón de flores de colores. En su conjunto, un lugar agradable para dar un paseo en la ciudad. 

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A la altura de los invernaderos, decidimos salir por una de las puertas (del total de 6) que tiene el parque. 

Desde allí, pusimos rumbo hacia la zona del río y, en el camino, nos cruzamos con el Palacio de San Jorge (Palais Saint-Georges). Es un edificio que difícilmente pasará inadvertido, un edificio de corte palaciego aunque nació como abadía. Delante del mismo, unos bonitos jardines. Actualmente, alberga oficinas de la administración y los bomberos, pero en ese enclave, desde el s.XI, una Abadía fue la protagonista.

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En la fachada del edificio, se puede leer Madelaine La Fayette, esta fue una de las abadesas que en el s.XVII encargó a un arquitecto la construcción del nuevo edificio y demolición de parte del anterior.

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En apenas unos minutos, llegamos al margen del río La Vilaine, un nuevo Rennes se abre ante nuestra vista. Edificios imponentes, el Museo de Bellas Artes, junto al otro lado del río, por ejemplo. O según vamos avanzando, llegamos a la Plaza de la República, presidida por el Palacio del Comercio.

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Desde ahí, nos volvemos a meter hacia el interior por una de sus calles comerciales, la Rue d’Orleans. Esta vía nos lleva directos a la plaza en la que se ubica el Ayuntamiento y la Ópera.

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Esta zona de Rennes se caracteriza por una arquitectura de corte clásico. Encontramos un poco más de gente por aquí, pero como bien estaréis viendo en las fotos parece que la ciudad es nuestra.

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Si hay una imagen típica de Rennes es la de la Plaza del Champ-Jacquet, con sus casas típicas de entramado de madera, muy bien conservadas, que habitualmente tienen terrazas bajo ellas donde la gente disfruta del tiempo día. Y decimos habitualmente, porque eso hemos leído, ya que cuando nosotros fuimos, ahí estaban para que las pudiéramos fotografiar sin dificultad ninguna, porque “ni Peter” había allí. 

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Y volvemos al casco histórico que parece que empieza a despertar y, como por esos lares se come pronto, vemos a gente que se sienta a tomar algo en las terrazas. La Place du Sainte Anne, es otra de las plazuelas pintorescas de Rennes.

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En ese punto, damos por finalizada la visita a la capital bretona, una ciudad actualmente de carácter universitario, que goza de fama animada y que en nuestra visita parecía anestesiada. Una ciudad que se reparte entre una arquitectura clásica, de amplias avenidas y edificios señoriales, con un casco histórico tortuoso que entremezcla casas de entramado, calles adoquinadas, pintadas, presente y pasado entremezclado.

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Desde Rennes, vamos a Vitré en poco más de media hora. 

Vitré es otro de los pueblos bretones que nos pareció que tenía estampas de cuento. Por lo visto nunca se acaban en esta región, coges una carretera y, tarde o temprano, siempre aparece uno que se cruza en tu camino.

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Aparcamos en zona azul, frente a la estación de tren, pero como es día festivo, está, de nuevo, inoperativa.

El que no escribe debería llevar instalada alguna app para encontrar baños públicos cuando estás de viaje, porque me da mucha guerra y me hace pasar mucho estrés. Parecemos perros de caza cuando entra en estado de emergencia. Y así estuvimos un rato, íbamos a entrar a tomarnos algo en algún sitio y aprovechar para ir al baño, pero lo que había a nuestro alcance era una panadería sin baño. Finalmente, en un edificio frente a la estación de tren había baños.

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Una vez pasada la situación de emergencia, y viendo que todo estaba bastante cerrado, decidimos comprar un bocadillo y un Croque Monsieur para tomar un tentempié. 

Al poco de adentrarte por el centro de Vitré, de nuevo, vuelves a quedarte anonadado, esas calles tan bonitas, empedradas, peatonales. Una lugar con más de 1.000 años de historia y una estética medieval sin igual. Allí, nos sentamos en un banco para nutrirnos, rodeados de esa imagen y con un silencio absoluto. Pues sí, ahí estábamos, se supone que en un lugar muy turístico más solos que la una. 

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Después de comer, vamos descendiendo la calle que lleva hasta el famoso castillo de Vitré. En el trayecto casi todo sigue cerrado, pero se veía precioso. En un escaparate, algo que no sabemos si es un cojín o un peluche está bajo los rayos del sol panza arriba. Me acerco al escaparate para comprobar si cabe la posibilidad de que sea un ser vivo, y sí, un gato descansa plácidamente como si fuera parte del atrezzo. Está tan quieto que me tengo que fijar en el ligero movimiento de su abdomen para comprobar que vive, y si vive en esa posición, en ese lugar y en ese momento es que tiene que ser feliz.

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La imagen clásica de Vitré es este esquinazo que parece aunarlo todo, el castillo y las casas irregulares que lo bordean. Nosotros, aquel día, decidimos no entrar al castillo. Aquella noche dormíamos en un nuevo alojamiento, muy próximo a Mont Saint-Michel y teníamos que registrarnos antes para acercarnos al atardecer al monte, así que decidimos prescindir de la visita al castillo. Ahora, desde fuera, nos pareció una estampa preciosa.

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Como habíamos atravesado el pueblo por el centro, decidimos que para volver al coche lo haríamos bordeándolo, para ver si encontrábamos alguna sorpresa. A ver, sorpresas, sorpresas no encontramos. Algunas personas que nos miraban un poco raro y nos llegaron a dar hasta cierta desconfianza, pero no fueron más que percepciones.

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Otra media hora a Fougères, última parada bretona del viaje. Dicen de esta ciudad que es la mayor fortaleza europea. Desde la distancia se observa y resulta imponente.

Estacionamos en la plaza Douve, de nuevo exentos de pagar por festivo, y lo primero que hacemos es nuestra tradición de “viejóvenes”, tomarnos el café de después de comer para reconstituirnos. Veinticinco minutos sentaditos en el Café París hicieron la magia esperada.

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Y comenzamos el paseo por Fougères con dirección a los Jardines Públicos. La vista desde allí de la parte más medieval de Fougères es fantástica. 

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Desde allí, vamos caminando hasta las murallas, perfiladas por el foso y la puerta de entrada. Pasamos por el molino y comenzamos a callejear por el centro de Fougères hasta coger una especie de sendero.

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Un sendero que no sabemos cómo, antes de darnos cuenta, nos devuelve al mismo lugar en el que habíamos estacionado el vehículo. Nos quedamos pasmados. Miramos el reloj y, teniendo en cuenta el tiempo que nos llevaba llegar al Mont Saint-Michel, pensamos que lo mejor es poner rumbo hacia allí.

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Lo primero era ir al alojamiento. Lo del alojamiento en el Mont Saint-Michel es complicado. Alojarse en el interior supone un desembolso importante y la relación calidad-precio no parecía muy satisfactoria, pero, por otro lado, alojarse en la zona de Mont-Saint-Michel (alrededores) nos parece muy recomendable. Al ser un destino tan particular nosotros decidimos que queríamos tener la oportunidad de conocerlo tanto de tarde-noche, como de día. Así que, buscando y mirando mucho, encontramos un alojamiento que resultó ser uno de los más graciosos, surrealistas y divertidos de todo el viaje.

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El alojamiento es La Mare aux Anglais. Por las imágenes de Booking no nos quedaba muy claro el tipo de alojamiento que era, pero las opiniones eran buenas y ya. Desesperados, reservamos sin darle muchas vueltas. Se encuentra en coche a unos 5 km del monte, del aparcamiento a menos. Aún así, son 5 porque hay que seguir la carretera, porque desde la misma calle donde está se ve perfectamente. También se puede ir andando en unos 30 minutos, atravesando el campo. Eso nos dijeron, porque nosotros, tanto de día como de tarde-noche, lo hicimos en coche. Para andar tenemos la cinta del gimnasio… así somos.

Pero vamos al tema, cuando llegamos alojamiento nos equivocamos de casa. Es una calle donde hay unas casitas bajas, ninguna con carteles visibles y las coordenadas nos plantaron en la puerta de la equivocada. Pero pronto nos aclararon donde teníamos que ir, justo enfrente.

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Este alojamiento no es una habitación, es una especie de casita anexa a otra. Nos hizo muchísima gracia porque estaba rodeada de una valla de tablones de madera que te llegan a mitad del muslo. Allí nos recibió un matrimonio de británicos. Nos dan las llaves y entran con nosotros a enseñarnos ”La casita de los Alpino” o “de Pinocho”, tal y como la bautizó el que no escribe. 

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Nada más entrar, un salón con chimenea, un microondas, todo muy de cabaña, y unas escaleras de madera con una pendiente del 30% de escalones para pies liliputienses, con una soga amarrada a la pared para ayudarte en la subida. Efectivamente, hay que subir, porque arriba nos esperaba la habitación abuhardillada, toda forrada de madera, con su estantería con la enciclopedia, por si nos surgía alguna duda existencial en nuestra estancia. Y una puerta que nos abren amablemente y muestra una cosa a la que llaman “baño”. El baño no tendría de alto más de 1,60, con el techo abuhardillado también. El que no escribe entra como Quasimodo. En el interior, un lavabo, en el que hay que estar agachado, al menos el que no escribe, y un inodoro. Es pequeño, sí, pero han conseguido meter también una cama supletoria plegada, es impresionante. Eso sí, ni rastro de ducha. Empiezo a sentir taquicardias… Si hay un requisito indispensable en nuestro viajes es baño privado.

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El baño, además, está forrado de madera, para favorecer la amplitud, ya sabéis. Y sobre la madera, cientos de carteles sobre todo lo que NO se puede hacer en él. Por si acaso no lo hemos visto, el matrimonio nos deja bien claro que ahí solo “organic things”, mientras acompañan las normas con variados gestos. Me cuesta mantener una cara normal durante lo que dura todo ese rato, que es bastante. Estaba entre el llanto de la risa y del drama de no ver una ducha.

Finalmente, nos dicen que la ducha está abajo, en un baño al que se accede por un patio que da a un jardín donde canta un gallo. El que no escribe le dice que en la descripción ponía que tenía baño, y el hombre, amante de la literalidad, dice que tenemos baño privado, que es solo para nosotros, solo que está abajo. Bueno, abajo y atravesando el aire libre. Y allí nos lleva, al baño, el baño con una puerta de cristal al patio. Nos dice que allí hasta hay un jacuzzi y que curiosamente linda con su cocina a través de otro cristalito. Muy íntimo todo. Vale, definitivamente, me da la risa.

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Después de este showroom, nos cuentan su vida, que viven allí, que ella es francesa y él británico, que al día siguiente tienen médico, así que nos dejaran el desayuno preparado y bla bla bla. Cuando salen por la puerta brotamos en un ataque de risa mientras decidimos qué subir arriba o no. El que no escribe decide subir al super baño y colocar alguna maleta y yo me quedo abajo cuando empiezo a escuchar… kikirikiiii, beeee, beeeee, los beeee se multiplican. Salgo de la casita de Pinocho a nuestra parcelita a mirar y veo que nuestro coche está totalmente rodeado por cientos de ovejas, un par de perros, un pastor y la comitiva va escoltada por un tractor. Ni me muevo, la nube de polvo me invade y me río sola, cuál loca sacada de una peli de terror. Me pregunto si podremos sacar el coche de ahí. El que no escribe se pierde el momento…

Decidimos subir lo justo y necesario a la habitación ¿Subir? más bien tirar. Uno se queda arriba y el de abajo va lanzando la ropa, cargadores… Suena rudimentario, pero no estábamos por la labor de subir y bajar por esa escalera más de lo absolutamente imprescindible.



Serían las 19:00 cuando decidimos salir hacia el aparcamiento. Os dejamos una foto con las tarifas en verano de 2018 del aparcamiento. Lo podéis ver en el cartel, pero lo destacamos, a partir de las 19:00 horas el aparcamiento es de 4,40 euros, independientemente del tiempo. Con el ticket del aparcamiento se puede coger el autobús que lleva hasta la puerta del Mont Saint-Michel y también se puede ir andando.

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Nosotros decidimos coger el autobús y menos mal, porque es un paseo importante que no aporta nada. La luz de la tarde estaba chulísima y yo debo de reconocer que, mientras que la mayoría de la gente llega allí con muchísima ilusión, iba sin demasiadas expectativas. Y no hay un motivo claro, simplemente, porque supongo que a todos nos pasa que hay destinos que sin haber ido no resultan tan atractivos como lo son popularmente. Vale, pues me encantó… Destino popular que inicialmente no me llama me acaba encantado, ejemplos previos Nueva York o Venecia, como más representativos.


Recomendamos, para cuando planifiquéis la visita, que miréis los horarios de la marea. Un par de días antes había habido pleamar total, una de esas super mareas en Mont Saint-Michel. A ella no llegamos, pero aquella noche a las 23:09 se esperaba marea alta total. Cuando llegamos, era difícil pensar que en 4 horas todo eso se fuera a cubrir de agua.

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Ya os podéis imaginar el tiempo que estuvimos dentro haciendo fotos. Nos parece muy buena hora para visitarlo. Además, en verano, al menos el año pasado, la Abadía estaba abierta hasta las 00:00. Nosotros decidimos dejarla para la mañana siguiente y aquel día simplemente disfrutar de los exteriores, tanto fuera de la muralla como del interior.

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Confesamos que también teníamos intención de probar la famosa tortilla de Saint-Michel para la cena. Pero entre unas cosas y otras no encontramos el lugar. O los locales más conocidos estaban llenos, o el resto estaban completamente vacíos. Y no vimos la luz, así que acabamos comprando unos sandwiches y unos helados y nos los comimos sentados en las murallas, mientras el sol se iba. Y os diremos que esta cutrería de cena tuvo su encanto

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Hacia las 20:30-21:00 de la noche, el Mont Saint-Michel, a pesar de ser agosto, estaba bastante tranquilo. Se podía caminar tranquilamente, sacar fotos, parar en los rincones. Nos acordábamos mucho de nuestro trípode olvidado en Burdeos, porque la iluminación si que es bastante escasa.

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El interior es muy pequeño. Escaleras que suben y bajan, una calle principal de la que asoman diferentes rincones y unas murallas practicables que durante el paseo nos permitían ver lo rápido que el agua iba aproximándose.

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Y sí, desde dentro fuimos viendo cómo se cubría el exterior y, antes de que la marea subiera más, decidimos salir al exterior. 


Entonces la noche era cerrada y se escuchaba como el agua rompía muy cerca de nosotros. El Mont Saint-Michel estaba rodeado de agua y los que querían salir tenían que quitarse los zapatos para poder hacerlo, porque bajo la puerta de entrada, el agua, la espuma, les llegaba a las espinillas. Nos llamó mucho la atención cómo se hizo el silencio…

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Desde luego, que algo especial tiene ese lugar, no sabría muy bien qué es exactamente, pero podemos recordar perfectamente lo felices que nos sentíamos aquella noche allí. Muy cansados también, pero nos costaba irnos. El cielo estrellado, el sonido del agua y la sutil iluminación del Monte nos tenían hipnotizados. Bueno vale, el que no escribe también estaba muy persistente tirándose al cachito de suelo seco intentando estabilizar la cámara para sacar una foto. A esas horas, yo con tenerme en pie tenía suficiente.

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Fue un día muy intenso, muchas horas sin parar de lado a lado. Llegamos a “la Casita de Pinocho” hacia las 00:30 más o menos. Cuando abrimos la puerta y vi la soga esa para agarrarnos y subir las escaleras creí que no era tan mala idea dormir abajo sentada en una silla. 

Al día siguiente volvíamos al Mont Saint-Michel, os contaremos la experiencia diurna, que es bastante diferente, y nos centraremos un poco en su historia, que hoy, si no, se alargaba mucho más esto.

¡Ya estábamos en Normandía! Y en Normandía, el turismo está muy ligado a la II Guerra Mundial. Viajar a Normandía te hace, sí o sí, sacar del libro de texto lo que tanto has estudiado para interiorizar e impactarte más de lo que esperas de los hechos históricos. Al día siguiente, además, del Monte, comenzaríamos a adentrarnos en esto con unas visitas muy especiales

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