Estar en el séptimo de día de viaje se hacía raro, por un lado, parecía que el tiempo pasaba muy rápido, por otro lado, en siete días estábamos totalmente desconectados de casi todo (algo que, por otro lado, era muy necesario en esas fechas) y pensar en todos los días que quedaban era una inyección de energía.
Amanecer en Quimper fue una suerte, más que nada porque nos acostamos allí el día anterior. Habría sido muy perturbador amanecer en otro lugar...
El hotel de luces malva y armario en la zona del váter (si no habéis leído la entrada anterior sonara raro, bueno, independientemente de todo, era raro) tenía cafetera y, en la zona de “estar”, de la “super” habitación, organizamos nuestro desayuno de los campeones.
Cogemos nuestros bártulos y al coche, cambio de destino y la primera parada del día era Pont-Croix, a una media hora del hotel.
Pont-Croix es un pueblecito de carácter medieval, al que llegamos hacia las 10 de la mañana y donde estábamos prácticamente solos. Estacionamos en la entrada del pueblo, las calles son principalmente peatonales y el encanto se respira en cada rincón.
Matisse fue uno de otros tantos artistas que encontró en Pont-Croix una fuente de inspiración. Y es que la localidad es muy pequeñita, pero una parada para perderse por sus calles es muy recomendable.
El origen de este lugar parece ser que proviene de una fortificación. Ahora, numerosos edificios religiosos se reparten por sus calles, aunque el más representativo es su Basílica.
Hasta ahora no lo habíamos comentado, pero en Bretaña vamos encontrando baños públicos en casi cualquier lugar, la mayoría gratuitos, aunque también los hay de pago. En Pont-Croix no iban a ser menos, tenéis unos en la plaza principal de la localidad.
Nos dirigimos a Punta de Raz.
Punta de Raz es un cabo que sería el equivalente a nuestro Finisterre, lo que consideraban el fin del mundo, en el departamento de Finisterre (francés). Mientras nos dirigíamos allí siguiendo las instrucciones del GPS, hubo un momento en el que dudamos de si nuestro Tomtom tenía una versión “explorador” que hubiéramos activado inconscientemente, ya que nos va llevando por carreteras, mucho más estrechas de las habituales, que atravesaban pequeñas aldeas salpicadas a lo largo del recorrido. Un camino muy chulo.
Si quieres visitar este cabo, sí o sí, tendrás que pagar por estacionar en un aparcamiento habilitado para ello, cuyo precio en agosto de 2018 era de 6,5 euros.
Desde el aparcamiento hay unos senderos para poder llegar hasta la punta. Un camino más largo que lleva por la zona de los acantilados ofrece unas vistas preciosas. Es amplio, alejado de los bordes y muy cómodo. Ese sendero sale por el lado izquierdo y no llevará más de 30 minutos yendo despacio.
El camino corto se coge yendo todo el rato recto, serán unos 10 minutos y vas por la zona interior. Lo curioso de esa parte de trayecto, que fue por el que regresamos, es que hay unos carteles que indican que está prohibido sacar fotografías por ser una zona militar, ¡hala! miles de personas a la cárcel, porque nadie parece tomar en serio las indicaciones.
Para ir, tomamos el camino largo, que al poco de empezar va a parar a un mirador y ¿qué deciros? un paseo muy agradable con un paisaje totalmente relajante que fuimos realizando entre foto y foto sin demasiada gente.
Este lugar está catalogado como Grand Site National de Francia. Un lugar tan bello fue un imán para la explotación comercial, se construyeron hoteles y otros edificios para el ocio. Hasta que vieron la degradación que aquello estaba llevando a la zona y se acabó con todas las construcciones que allí había, quedando como un área protegida. La imagen del entorno, actualmente, es salvaje.
Desde la punta si hay algo que dota de especial encanto el lugar es el faro Vielle que, sobre un promontorio de roca, está en medio del mar, a medio camino entre la Île-de-Sein y la Punta de Raz, en un mar al que se le tiene miedo y respeto por su fuerte carácter. Construir aquel faro llevó 10 años y alrededor de él hay muchas historias. Una de las curiosidades es que en la II Guerra Mundial estuvo apagado durante casi 6 meses.
Este paisaje bretón nos llena de energía, sigue completando una Bretaña francesa que siete días atrás era una completa desconocida para nosotros y se iba dibujando cachito a cachito de la mejor manera posible.
Locronan sería nuestra siguiente parada (40 km), llegaríamos allí justo a la hora de comer. Este es otro de los pueblos que aparece en casi todas las listas de los pueblos imprescindibles de Bretaña. Locronan es casas de granito y suelo empedrados. Balcones con flores y viajar, de nuevo, al pasado.
Cuando llegamos lo primero que vemos a la entrada, no es eso, es una chica que para nuestro coche y nos dice que, si queremos aparcar, hay un aparcamiento habilitado por 4 euros. Lleva un plano del pueblo en la mano y una pegatina para nosotros. Dudamos de si se trata de alguien de un aparcamiento privado o del ayuntamiento. Le preguntamos si hay otro lugar donde aparcar y nos dice que está lleno. No le damos más vueltas al tema, 4 euros por un tiempo ilimitado, nos parece aceptable a esas horas y allí dejamos el coche.
Antes de descubrir aquel lugar queríamos comer, vimos un restaurante en la entrada que tenía menú del día y que consistía en galette, bebida y crepe dulce por 10 euros. Barato nos parecía. Tenía una terracita y decidimos probar suerte. El lugar era Creperie ar Billing.
Error, muerte, destrucción total. Están en busca y captura por la confederación de artesanos creperos por usar la denominación de crepe o galette para eso que nos pusieron. Cada vez que sale un pseudo crepe de esa cocina muere un hada.
Sabor a harina, secos y poco relleno (tres ingredientes a elegir por nosotros). El crepe dulce, si cabe, aún peor, cosa más seca e insulsa, ¡madrecita!. Con lo ricos que los habíamos comido hasta la fecha. Para beber nos comentaron que tenían una limonada, me animo emocionada, pero allí la limonada es un Sprite (a tomar por saco la poca ilusión que me quedaba), y una copa de vino tinto que al que no escribe ya no le decepciona porque las expectativas no eran altas.
Además, vivimos una situación inaudita hasta la fecha, el camarero corrige nuestros modales, algo que, al principio, pensamos que era una broma, pero que al final comprobamos que no parecía serlo.
Cuando trajo las galettes preguntó para quién era cada una, el que no escribe señala su lado de la mesa y dice “merci”. El hombre le mira y le dice “oui monsieur”, indicando que es lo que tiene que decir ante su pregunta, y no parece sonreír cuando lo dice, parece ofendido por la forma. Nosotros le sonreímos como agradeciendo la indicación y él devuelve la sonrisa. Eso sí, una sonrisa de estas tirantitas, no parece que lo hubiera dicho de broma. No acaba ahí la clase de iniciación al protocolo francés que nos regaló, porque al pedir la cuenta tal que así, “l'addition s'il vous plaît”, que pensábamos que algo medianamente decente era, más que nada porque de francés ni idea, el asesino de crepes responde “l'addition s'il vous plaît, monsieur” más tieso que una vara. Nuestra cara debió ser un poema.
En fin, los bretones nos siguen pareciendo unas personas encantadoras. Quitando esta anécdota que fue hasta graciosa, lo único que hemos recibido de ellos, a parte de amabilidad y sonrisas (amables y sinceras), siempre ha sido buena predisposición.
Locronan, a lo largo de su historia, ha tenido gran importancia en la industria textil, sobre todo, en el mundo relacionado con las velas naúticas. Dicen que casi todas las casas tenían su propio taller, exportaban velas en épocas en las que el mundo naval era de vital importancia.
La plaza central es de ensueño, su protagonista es la iglesia de Saint Ronan, del s.XV, de estilo flamígero-gótico. Parecía de cuento, en algún momento quizá nos da la sensación que demasiado de cuento, un poco como si fuera una postal, sin ser capaz de imaginar claramente como sería la vida “no turista” allí. Con todo nos parece una localidad preciosa.
La paseamos tranquilamente, aquel día no sabemos si el exceso de harina de aquella “comida” nos estaba pasando factura, pero empezamos a sentir bastante cansancio y nos costaba mantenernos en pie. Nos invadió un sopor intenso.
Desde Locronan, ponemos rumbo hacia Le Faou. El trayecto en el coche nos pareció idílico, lástima que a ratos teníamos que subir la música, bajar la ventanilla y hacer mil inventos para mantenernos activos, porque, entre el sol, la paz del camino y la pesadez que llevábamos encima, la cosa era complicada.
Le Faou es una localidad que está incluida en Les Plus Beaux Villages de France (más bonitas de Francia), tiene en su haber 23 casas protegidas consideradas de interés cultural, arquitectura protegida. El lugar como tal no tiene nada que ver con otros de los que hemos hablado, su encanto se reparte por diferentes rincones sin ser totalmente homogéneo. Nos gustó mucho.
Para estacionar dejamos el coche en la plaza del ayuntamiento, con muchas de dudas de si se podía aparcar allí o no. Salíamos y entrábamos del vehículo, buscábamos señales, pero no había nada. Eso haría pensar que por qué no se iba a poder, pero nuestro olfato nos decía que había sido demasiado fácil como para que fuera legal. Tan solo un hombre pasaba por la zona, al que el que no escribe se paró a preguntar. La conversación fue tal que así “Parking, ok?” “Oui, Oui”. Esto fue definitivo para que dejáramos el coche allí y comenzáramos nuestro paseo.
Pero el que no escribe llevaba los ojos inyectados en sangre y caminaba como un zombie y yo no iba mucho mejor. Había llegado la hora del café, lástima que allí parecía que esa hora había pasado hacía tiempo y tuvimos que irnos a las afueras de la zona “visitable”, a una especie de terraza de bar, que parecía de carretera, para inyectarnos al expreso y recuperar la energía. Y sí, lo conseguimos, más o menos…
Desde Le Faou nuestro siguiente destino es Morlaix, donde haremos noche. Cada vez que cambiamos de hotel nos tenemos que asegurar de llegar a una hora más o menos tempranaf para hacer el registro.
Al hotel de Morlaix íbamos con mucho miedo, no encontramos un hotel decente a un precio medianamente asequible cuando fuimos a hacer la reserva, así que acabamos en un hotel que estaba en la carretera y que, para colmo, tenía 2 estrellas. El precio de la noche fue de 71 euros sin desayuno. Las opiniones de otros viajeros no eran malas, teniendo en cuenta las características, pero daba cierto respeto. Allí solo haríamos una noche. Hotel Logis Fontaine.
Y, efectivamente, el hotel está ahí solo, al lado de la carretera. Sí o sí, necesitas el coche para desplazarte, porque en la zona no hay nada más. Unos 10 minutos al centro de Morlaix. Un hotel en el que tenemos que pagar antes de entrar también. Hacemos el registro antes de las 18:00 y nos dan la llave de la habitación que trae incorporado un llavero que podría ser un arma de defensa personal, una especie de porra metálica que necesitas una mochila para llevártelo.
Los pasillos del hotel tienen ese toque de los 70, totalmente enmoquetados. No hay ascensor, justo lo que nos gusta con nuestro pack de maletas a última hora del día. Cada paso que damos por el pasillo nos acerca más a la habitación que no sabemos si queremos, o no, ver.
Y entonces abrimos la puerta de nuestra “alcoba” y, dentro de lo que cabe, nos sorprendemos gratamente. Sigue siendo una habitación del ayer, pero es muy amplia, luminosa, limpia y tiene el mejor baño de todos hasta la fecha (por suerte, iríamos mejorando en las próximas etapas en el mundo de los alojamientos). Me perturba un poco las ramitas colganderas de la pared, me recuerdan a las que me compraba mi abuela los “Domingos de Ramos” cuando yo era pequeña, y están ahí colgadas en la inmensidad de la pared. En fin, sin darle demasiadas vueltas al tema, dejamos todo y nos vamos al centro de Morlaix.
De Morlaix había visto una imagen que me pareció, en su día, muy pintoresca. Lo que yo “quise” ver fue una especie de "acueducto"f que atravesaba la Ría de Morlaix. Lo que realmente hay allí es un viaducto que a sus pies tiene un aparcamiento. Porque sí, porque así somos los que vamos sacando fotos con perspectivas por los lugares del mundo, creando falsas expectativas a los futuros viajeros, al infierno vamos a ir.
El caso es que aquel día cuando pusimos rumbo al centro de Morlaix para darnos un paseo antes de cenar por la ciudad, el GPS nos llevó al viaducto y a mí se me salían los ojos de las cuencas cuando lo veía de cerca y debajo un inmenso aparcamiento lleno de coches. Expectativas, expectativas...
Sin duda alguna, el viaducto, construido en el s.XIX, es el monumento conocido de la ciudad. La ciudad vieja a sus pies, construida en una zona que parece una vaguada, o valle. Hizo falta este enorme viaducto para habilitar la línea de ferrocarril que unía Brest con París.
Al viaducto se puede subir, pero no a cualquier hora, por ejemplo, a la hora que nosotros llegamos, no. Porque subir, vamos que si subimos. Desde la plaza del ayuntamiento sale una calle con unas empinadas escaleras que discurren paralelas al viaducto (este te queda a la izquierda). Dan acceso al primer nivel del mismo. Así que nosotros subimos, subimos y subimos más, hasta llegar a una puerta en la que viene un horario. A las 19:30 se cierra.
Miramos el reloj, son las 20.05. Miramos hacia abajo para comprobar lo que hemos subido para nada. Pero la puerta está abierta y el que no escribe, que lleva ese superhéroe intrépido en sus entrañas, propone pasar y yo, que llevo un Pepito Grillo dentro, le digo que como cierren la puerta mientras pasamos al interior, a ver cómo salimos del viaducto. Que puede sonar muy romántico dormir al raso bajo las estrellas en un viaducto de la Bretaña francesa, pero a mí me parece mucho mejor dormir en nuestro hotel de carretera de los años 70, con el ramo ese colgante y bajo un edredón. Su superhéroe me contesta que la valla es baja, que si cierran podemos saltarla, pero me conoce y sabe que yo lo más que he saltado en mi vida ha sido a la comba, o de bomba a la piscina, y que soy capaz de anclarme al suelo y hacer noche allí.
A pesar de todo, al final gana él, tengo complejo de miedica y me dejo convencer. Cruzamos la puerta y hay que bajar unas escaleras. Las bajamos. De vez en cuando voy mirando hacia atrás para ver que nadie cierra la puerta. Caminamos unos metros y ¡oh! otra puerta, esta vez cerrada. Vale, se acabó la aventura “yo entré en un viaducto que había cerrado hace 30 minutos”. Nos toca deshacer el camino, subir las escaleras que habíamos bajado y bajar la calle empinada que habíamos subido. ¡Nosotros sí que sabemos sacar jugo a los viajes! Se dice, se rumorea, que las vistas desde allí son chulas, como veis, nosotros no lo sabemos. Por cierto, al salir vemos que esa puerta que temíamos que pudieran cerrarnos tenía un botón desde dentro para poder presionarlo y que se abriera si te quedabas encerrado.
Hasta ese momento solo sabíamos de Morlaix que el viaducto no atraviesa la ría, es un efecto óptico de la perspectiva de las fotos de los viajeros, y que el viaducto cierra pronto y está alto.
Por supuesto, antes de subir al viaducto, y antes de que se fuera la luz, fuimos caminando por la ría de Morlaix llena de embarcaciones de recreo hasta conseguir la foto que tanto me gustó en su día.
De Morlaix, no podemos hablaros mucho más, llegamos tarde, se nos fue la vida entre caminar para la foto y entre subir y bajar del viaducto. Paseamos por lo que es considerada la ciudad vieja y, si bien, vimos rinconcitos con su aquel, no nos emocionó. También es cierto que, en los últimos 5 días, llevábamos una colección de lugares muy impactantes y en Morlaix se juntó también que no había casi ambiente, la gente que nos cruzábamos no nos aportó demasiada confianza y, probablemente, que nosotros estábamos algo cansados.
A las 20:20 y viendo la poca gente que había por las calles pensamos que era el momento de cenar. Después de la experiencia con los crepes del mediodía, esa noche no estábamos muy por la labor de repetir. En nuestro camino se cruzó el Bar de Viarmes, que no tenía además malas críticas en Tripadvisor, y ofrecía entrecot. Nos tocó esperar unos 10 minutos para tener mesa en la terraza (solo había 4).
Íbamos buscando una “Brasserie francesa” cuando aparece una simpatiquísima camarera oriental a ofrecernos sus productos. El que no escribe elige la opción de entrecot de 260 gr. con patatas, ensalada, una copa de burdeos y café, todo ello por 17,50 euros, que nos pareció baratísimo, porque, encima, las raciones de las guarniciones eran generosas. La carne no es de las inolvidables, pero era más que aceptable a ese precio. Yo tenía más cansancio que hambre y busqué algo ligero, así que a seguir incrementando mis depósitos de hierro, mejillones (moules). Cuando vi la cazuela pensé que podría ver amanecer comiendo mejillones con salsa de vino, 700 gr. de mejillones, por 9,50 euros. Era la tercera vez que pedíamos mejillones y estos los situaríamos en el segundo lugar de la lista. Resumiendo, una cena más que aceptable por 27 euros los dos.
Al terminar Morlaix no nos invitó al paseo, así que lo vimos lo poco que nos dio tiempo a recorrer desde el restaurante al coche y directos a nuestro hotel peliculero. Cuando tocamos la cama nos pareció el mejor lugar en el que podríamos estar, aunque era difícil quitar la vista del ramito ese que colgaba en la pared.
Al día siguiente la noche la pasaríamos en Dinan, uno de los lugares que más nos gustaron junto con Vannes, pero, antes de llegar, “la Ruta del Granito Rosa” nos esperaba, el nombre era sugerente, pero el pronóstico del tiempo inquietante...
Me encanta como describes las situaciones. Gracias por compartir vuestros viajes, ayudan mucho a preparar los nuestros.
ResponderEliminarAlberto
Nos alegramos mucho de que pueda resultar de ayuda. Muchísimas gracias por dejarnos tu comentario ;)
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