El día anterior habíamos acabado rendidos en el hotel de carretera de Morlaix. Continuamos nuestro recorrido por la preciosa y sorprendente Bretaña francesa con nuestro propio coche.
Aquella mañana. abandonábamos el hotel de Morlaix para ir dirección Dinan, donde pasaríamos tres noches, algo que a esas alturas agradecíamos, después de haber pasado las dos últimas noches cambiando de alojamiento.
Camino de Dinan, habíamos planificado un itinerario para seguir descubriendo un poquito más de esta encantadora zona de Bretaña.
Aquella mañana, la cosa no empezaba especialmente alentadora, cuando fuimos a desayunar vimos que nuestros aprovisionamientos estaban bajo mínimos y no nos habíamos dado cuenta. Además, había amanecido lloviendo como si no hubiera un mañana. Para no venirnos abajo, nos acordamos de nuestra experiencia en Irlanda y supimos que, si sobrevivimos a ella, no había columnas de agua suficientes que pudieran abortar nuestro plan.
Existe en Bretaña un sendero llamado de Los Aduaneros (G-34). Este camino va paralelo a la costa francesa, dibujando su perfil con los pasos de muchos desde hace años. Nació a consecuencia de senderos históricos establecidos en el s.XVII, cuando en Francia se estableció un impuesto especial para las exportaciones. Ya se sabe que hecha la ley, hecha la trampa, así que supusieron que muchos intentarían introducir los productos evadiendo impuestos a través de las costas. Así, a lo largo de ellas, se fue instalando vigilancia para evitarlo. Hoy, en cambio, son 2.000 kilómetros de senderos para poder descubrir la costa a pie. Uno de los tramos de este sendero se sitúa en la conocida como Costa de Granito Rosa. En ese tramo, la costa rocosa se colorea de unos tonos entre marrones y rosados como consecuencia de los minerales que las componen. Se suma a esta particularidad los efectos de la erosión que, juguetona, ha ido moldeando gigantes piedras convirtiéndolas en un entretenimiento para grandes y pequeños que, generalmente, juegan a buscar parecidos razonables entre su apariencia y algo real. Hablamos de rocas que dicen que llevan más de 300 millones de años en la costa y que, hoy por hoy, forman parte del Patrimonio Nacional de Francia.
El día de nuestra visita no paraba de llover, pero de llover de forma intensa. Salimos del hotel dirección Ploumanac'h. Previamente, hicimos una parada en un supermercado que vimos abierto, a pesar de ser domingo, y que nos entretuvo más de 45 minutos.
En Ploumanac’h hay un aparcamiento gratuito. Elegimos este punto porque, sin tener que caminar demasiado, se llegaba al faro más conocido de este tramo y, vista la forma de llover, no estaba la cosa para dedicar demasiado tiempo a esa experiencia al aire libre.
A ver, rosa, rosa… rosa no se veía. Si era por estar el día nublado, o si era porque estaban las rocas mojadas, no lo sabemos, pero el tono del paisaje se situaba más bien en un marrón claro. Que no dudamos que en un bonito atardecer aquello no se coloree, pero en nuestra visita tuvimos que buscar mucho los tramos más rosados (algo encontramos).
La verdad es que es un paisaje muy pintoresco y, a pesar del mal tiempo, disfrutamos bastante del momento. Hubo instantes en los que nos tuvimos que quedar debajo de nuestros paraguas sin movernos porque el agua venía por todos los lados.
Llegamos hasta el Faro Mean Ruz, a unos 10 minutos, y pasamos unos cuantos metros más de largo. Aunque la Costa de Granito Rosa abarca unos 8-10 km, nosotros tuvimos que abortar misión a esas alturas y retroceder, dadas las condiciones meteorológicas. Aún así, mereció la pena.
Desde allí, ponemos rumbo hacia Perros-Guirec. Perros, en bretón, significa montañas. Allí solo hacemos una parada en su playa más grande, la playa de Trestraou. Apenas podemos parar un minuto porque seguía lloviendo sin cesar.
Siguiente parada, Treguier, a treinta minutos. Según entramos, y bastante cerca de la catedral, vemos un aparcamiento de estacionamiento limitado a un máximo de hora y media. Pero no encontramos máquina, ni cartones, ni nada para poder aparcar. Ni idea de cómo lo controlan. Al ver que el aparcamiento estaba lleno pensamos que igual, al ser domingo, no aplica la limitación de tiempo. El caso es que, como seguía lloviendo y no hay viaje sin un día en el que comamos en el coche, ese iba a ser el día de este viaje. En Treguier nos montamos un picnic mientras la banda sonora del momento eran las gotas de agua aporreando el techo del coche. Esta parte del goteo del agua sobre el coche os lo contamos para darle un poco de romanticismo a comerte unos sándwiches, patatas y fruta en el interior del vehículo. Hay que embellecer un poco aquel instante.
Treguier es un pueblo de carácter medieval y lo que más resaltaríamos de él, a parte de su arquitectura, es su impresionante catedral. Nos pareció preciosa, la más bonita hasta ese momento del viaje. Es fácilmente localizable, se encuentra en la plaza principal, Place du Martrayde, de gran belleza, y sobresale con una aguja de 63 metros de altura. En el interior se encuentra la tumba del patrón de los bretones, Saint Yves.
Treguier es bastante pequeño y se pasea con mucha facilidad. Entre otras cosas, porque, para continuar con la dinámica bretona, es un lugar muy coqueto. Con estrechas calles llenas de encanto. Así que pasamos un rato entre unas otras. Para nosotros resulta una parada muy recomendable y la catedral es maravillosa.
Nos vamos dando cuenta de que, según vamos subiendo hacia el norte de Bretaña, hay menos gente que llega a nuestros destinos y en Treguier estamos casi solos...
Como pasaba casi todos los días, al cabo de un rato, después de comer nos entraba una especie de sopor de esos que te invade y te convierte en la típica persona que anda arrastrando los pies y asomando la chepa, mientras los ojos se van ensangretando por la resistencia que uno opone al cierre de los párpados. Ese momento empezaba a repetirse como el día de la marmota, pero habíamos encontrado la fórmula para superarlo.
Así que ponemos rumbo a Pontrieux, allí estaría la inyección de vitalidad que necesitábamos, el café. Solo 15 kilómetros nos separaban de él. Ojo, Pontrieux, que no Portrieux. Uno es puente sobre el río Trieux, y el otro el puerto. Nosotros vamos al del puente.
Como casi siempre que preparas un viaje por Europa, te encuentras, antes de ir, con algún lugar que lees que es conocido como “la Venecia de xxx”. Pontrieux es el “afortunado” en esta ocasión. Cada vez que leemos algo similar de dónde sea, antes de ir nos suele despertar una sonrisa. Por supuesto, nada tiene Pontrieux de Venecia, más allá de el río Trieux que lo atraviesa y que es navegable desde allí hasta la desembocadura del mar.
Pontrieux es el máximo exponente del pueblecito que acumula ingredientes infalibles: flores, un río, vegetación, casas con encanto. Pero todo eso lo descubriríamos después de ir a recargar nuestra batería con café.
Encontramos un local que es una especie de creperie de barrio, muy pequeña sin sitio dentro para sentarse y con cuatro mesas en una terraza. Seguíamos casi solos y esa parada fue totalmente reconfortante. Se respiraba una paz y una tranquilidad inimaginable y volvimos a nuestro ser.
En Pontrieux pudimos estacionar en la misma plaza del Ayuntamiento sin ningún problema, estaba permitido y, al menos aquel día, era gratuito.
A pesar de llevar varios días recorriendo múltiples pueblos de ensueño, la vista no acaba de acostumbrarse. Pontrieux es una de las 23 Petite Cité de Caractère que hay en Francia. No es de extrañar. Por las calles, la belleza está presente y cuando te aproximas a las orillas del río la estampa es totalmente bucólica. Es difícil dejarlo atrás.
Y así estuvimos entre las calles y alrededor del río, disfrutando de otro de los lugares bretones que nos sorprendía.
Después de un buen rato, pusimos rumbo a Dinan. Algo que parecía sencillo se convirtió en una ratonera. La carretera de salida estaba cortada y nos obligaban a seguir una serie de indicaciones. En algún momento nos debimos despistar porque, 10 minutos después, vimos cómo aparecíamos en el mismo lugar, prácticamente, desde donde habíamos salido. Aquel laberinto parecía un psicotécnico avanzado, pero al final conseguimos cruzar al otro lado del río y salir de la jaula. ¡Aleluya!
Como decíamos antes, en Dinan íbamos a pasar tres noches, desde allí, hay varios lugares de interés para poder visitar y la ciudad de Dinan se convirtió, además, en uno de esos lugares que consideramos imprescindibles en un viaje a la Bretaña francesa. Nos pareció precioso.
Lo primero, como siempre que cambiábamos de alojamiento, era ir al que correspondiera para registrarnos. A las 19:00 llegábamos a la puerta del elegido, que en esta ocasión era La Villa Côté Cour & Côté Spa. Lo de Spa, aún no lo entendemos, buscamos a ver si había algún chorro de agua escondido por algún lugar, pero no lo encontramos. Lo cierto es que el alojamiento es una casa de varias plantas con bastante encanto. También hay que tener en cuenta que veníamos de un alojamiento que tenía al lado del inodoro el armario, luces rojas en la pared, o del siguiente hotel, que parecía sacado de un orfanato de época. Pero, en serio, este tenía encanto. Además, de encanto tenía dos plantas a las que se accedía a través de unas escaleras bastante empinadas. Teniendo en cuenta que nuestra habitación estaba en la segunda planta y teníamos que subir 3 maletas, 2 mochilas, una bandolera y una bolsa con unas playeras, en ese momento, el encanto bajó en el escalafón de puntos, pero cuando abrimos la puerta y recuperamos el aliento, volvió a subir al top de los alojamientos hasta la fecha.
Durante la subida, el anfitrión, totalmente encantador, nos iba dando conversación en francés, porque en algún momento, imposible saber cuándo, ni el porqué, a no ser que se hubiera tomado unas copichuelas, pensó que yo hablaba y entendía francés. Lo más perturbador es que aquel día noté que entendía lo que me estaba contando… Misterios dignos de Cuarto Milenio.
Después de instalarnos en la habitación, que ya decimos que nos encantó, sin perder demasiado tiempo, salimos hacia el centro de Dinan, que estaba a unos 5 minutos caminando (muy recomendable el alojamiento si no tenéis problemas con el tema de las escaleras).
Dinan es una ciudad medieval amurallada totalmente cautivadora. A pesar de llevar días perdiéndonos por calles empedradas llenas de casas de travesaños de madera de colores, cuando entramos en el centro de Dinan por la zona alta, quedamos atrapados por sus atractivos.
Tiene una historia a sus espaldas que se remonta muchos siglos atrás. Ha vivido épocas de gran esplendor económico, donde las casas de artesanos se repartían por sus calles. Y, hablando de calles, la calle más popular, y que no te puedes perder si viajas a Dinan, es la calle Jerzual (Rue Jerzual). Una de las primeras a las que llegamos.
La calle Jerzual parece sacada de ficción, su pendiente es infinita y empedrada (si vais con carrito de niño id con energía y si podéis evitar el carro mejor). Las casas que hay ambos lados son preciosas. Según empiezas a bajar, parece que nunca vas a llegar al final, lo cierto es que tampoco quieres hacerlo, solo en el momento en el que recapacitas que, en algún momento de tu vida, tendrás que regresar al alojamiento y que todo lo que sube baja, y en este caso aplica a la inversa también, y si tú bajas, por narices, vas a tener que subir de nuevo. Pero, enseguida, se te olvida cuando vuelves a quedar embaucado por la belleza de lo que te rodea.
¡Nos encantaba! Nos encantaba y nos despistábamos, se nos olvidaba la hora que era y desconocíamos en qué momento acabaría la calle, porque seguíamos bajando y bajando y bajando. A mitad de la calle, vimos una creperie, pero nosotros seguimos bajando.
Pasamos por debajo de la Puerta Jerzual. La Puerta Jerzual forma parte de las murallas de Dinan, de hecho, al día siguiente veríamos que a la derecha de ella aparecen unas escaleras que dan acceso a las murallas para tener una vista desde lo alto. Esta puerta, siglos atrás, era un acceso a la ciudad, un puesto de control.
Nosotros aquel día no hacíamos otra cosa que detenernos a mirarlo todo y, ya os imagináis, a hacer fotos que no hay manera de limpiar porque todas nos gustan.
Nosotros aquel día no hacíamos otra cosa que detenernos a mirarlo todo y, ya os imagináis, a hacer fotos que no hay manera de limpiar porque todas nos gustan.
Y seguimos bajando hasta llegar a la orilla del río Rance, llegando al puerto de la ciudad. Desde él se puede observar el viaducto, a través del cual se accede al Dinan alto del que veníamos en coche.
Pues con tanta emoción al descubrir esta ciudad, que repetimos que nos encantó y, por suerte seguiríamos descubriendo las dos noches siguientes, se nos había escapado el tiempo entre los dedos y cuando quisimos mirar el reloj pasaban dos minutos de las nueve de la noche. Se mascaba la tragedia.
Intentar subir a la parte alta a cenar era un imposible, no había tiempo material para ello y, además, esa pendiente que habíamos bajado subirla de nuevo con el estómago vacío ni se nos pasaba por la cabeza. Así que empezamos a probar suerte en los locales que había a orillas del río. Fuimos obteniendo negativa tras negativa, o estaba todo completo, o directamente la cocina estaba cerrada. Vimos cómo nos aproximábamos a luz al final del túnel.
Pero en el restaurante del Bed&Breakfast Le Poisson I Ivre se apiadan de nosotros y, a pesar de avisarnos que era demasiado tarde, nos dejan sentarnos en su terraza a cenar. Es un local que tiene casi todo en formato tapa o ración, pensado para compartir. Tal y como están reflejadas, las opciones en la carta eran bastante difíciles de comprender, aun tirando de traductor. Pero la mujer, aunque no habla inglés, intenta ser lo más explícita posible con sus gestos mientras nos intenta decir qué era cosa en francés. Fue encantadora.
Pedimos una tabla de quesos y embutido, ahí no acertamos mucho. Que el jamón no nos fuera a emocionar era previsible, pero ¿el queso? Pues el queso falló.. Nos recomendaron las patatas fritas de la casa y eso sí que podemos decir que estaba buenísimo. Luego un plato traducido por Mr. Google como caviar de berenjenas y mejillones, que también nos encantó. Media docenita de ostras (ya tocaba darle a las ostras, bastante típicas en la zona) y un tomate asado sobre una especie de sopa que debía llevar algo de nata y no sabemos qué más ingredientes, la salsa muy buena y el tomate sin más. Agua y una copa de vino blanco, que resultó ser la mejor hasta la fecha. Total, 35 euros. En su conjunto, no estuvo mal y, sobre todo, conseguimos cenar.
A las 22:15 habíamos terminado de cenar y la noche había caído sobre Dinan. Nos quedamos alrededor del río un rato haciendo fotos y cogimos aliento para comenzar a subir la calle más bonita vista en Bretaña, hasta la fecha, una vez más.
Ya de bajada, no había demasiada gente en Dinan (os recomendamos que intentéis ir fuera de las horas centrales del día para poderlo disfrutar), pero de subida estábamos solos. Nos acordábamos del trípode olvidado en Burdeos a cada rato. Qué fotos más bonitas se podían haber sacado por la noche. Y como no nos conformamos, y cuando viajas no hay dolor hasta que amaneces al día siguiente doblado, el que no escribe empezó a buscar rincones donde poder apoyar la cámara, cada vez más complicados y donde había que tomar posiciones surrealistas. Fue difícil, pero algún recuerdo nos pudimos traer en forma de foto y muchísimos en forma de risas.
Dinan se queda solo al caer la noche. Es muy oscuro, pero sigue siendo encantador. Entre foto y foto llegábamos al hotel poco antes de medianoche, apenas unos minutos. Las escaleras empinadas nos esperaban y, detrás de la puerta, una habitación en la que daba gusto recogerse sin cosas perturbadoras. Además, aquel día sentíamos la paz de saber que a la mañana siguiente salíamos sin equipaje.
Al día siguiente, teníamos planes, paisajes, un enclave muy, muy pintoresco y fuera como fuere queríamos llegar a Dinan con tiempo para poder visitar nuevos rincones desconocidos y asegurarnos la cena… ¿Sería posible?
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