22 de marzo de 2019

17 días en Bretaña y Normandía. Día 9: Cap Frehel - Fort la Latte - Dinard - Dinan

¡Menudo despertar! Dinan no solo nos había regalado una experiencia mágica el día anterior, sino también la mejor cama de todo el viaje hasta la fecha. Necesitamos tirar alguna pared de nuestra casa para poner una cama de matrimonio de 1,80, decidido, a ser posible, la de nuestro vecino. Tanta placidez y los dolores en músculos, que no sabíamos que teníamos, son los responsables de que, aquella mañana, remoloneáramos un poco más de la cuenta bajo el edredón. Sí, edredón, placer máximo para una noche de agosto. Sí, somos de esos...

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Para este día teníamos planificada la visita a Cap Frehel, Fort La Latte, Dinard e intentar llegar a buena hora a Dinan para seguir descubriendo más de sus encantos. Ya os anticipamos que, a pesar de salir más tarde, todo fue posible y a un ritmo muy agradable.

Primer destino Cap Frehel, a una hora de camino, más o menos, desde Dinan. Con el estómago lleno de nuestro desayuno planificado, ponemos rumbo hacia allí. En el camino, nos cruzamos con un supermercado grande. Lo que para muchos sería una buena noticia, para nosotros, que tuviera ese tamaño, se convierte en mala, porque tardamos media vida en encontrar lo que buscábamos, algo para poder comer al aire libre, ya que, tanto el cabo, como el castillo de Fort La Latte están en un entorno privilegiado y nos parecía buena idea llevar aprovisionamientos por si se terciaba hacerlo por allí.

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Cap Frehel es un cabo situado en un entorno totalmente protegido, allí, salvo el mar, los acantilados y los faros, no vas a encontrar nada más. Bueno sí, a parte de ser una Reserva Natural, es una Reserva de aves, así que si te gustan, probablemente, puedas llevarte un alegrón. Nosotros, desde nuestra ignorancia más absoluta en ese tema, lo máximo que vimos fueron gaviotas. 

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Es uno de los cabos más visitados de la zona. Se puede acceder a él a través del Sendero de los Aduaneros del que os hablábamos en la Ruta de Granito Rosa del día anterior y también se puede llegar en coche, previo pago del aparcamiento habilitado para tal menester, que en agosto de 2018 ascendía a 3,70 euros.

Cuando llegamos eran las 11:30 de la mañana. El día acompañaba, cielo despejado, una ligera brisa, que a orillas del mar se intensificaba un poco más y una temperatura perfecta. 

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Nos ponemos a caminar un poco por aquí, otro poco por allá. Lo primero que vemos es el faro más reciente (años 50), unos metros más adelante veréis el primer faro que se construyó a finales del s.XVII.

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Cuando uno está en un cabo, ¿qué suele hacer? Acercarse a su punta ¿no? Eso fue lo que hicimos. Bonitas vistas formadas por un paisaje precioso.

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Desde el propio Cabo Frehel se podía observar nuestro siguiente destino. Hasta ahora no lo habíamos dicho, pero estamos en la llamada Costa Esmeralda y, a tan solo 4 km de allí, bañado por la misma costa, de aguas turquesas, azules y verdosas, se encuentra Fort La Latte, un castillo muy pintoresco en un enclave único.

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Se puede acceder a él andando desde el cabo a través del sendero, pero nosotros recurrimos nuevamente al coche para llegar. Si alguno estáis interesados en hacer estas visitas y os apetece recorrer el camino que los separa andando, os recomendamos que vayáis primero a Fort La Latte, al menos para estacionar el coche, ya que allí el aparcamiento es gratuito, no como en el cabo.

En coche no se tarda en llegar más de 10 minutos. A nuestra llegada, encontramos sitio en la sombra, cogemos nuestro kit de supervivencia (comida, agua) y las cámaras de fotos y, desde allí, comenzamos el camino que lleva hasta la fortaleza.

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En un paseo corto en pendiente descendente empezamos a contemplar, desde la distancia, Fort La Latte. Los que suben parecen fatigados y yo, con la aversión natural que tengo a las pendientes, empiezo a pensar en la vuelta cuando aún no he llegado al destino. Así soy, de ver “el vaso medio inclinado”.

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El comienzo de la construcción de esta fortaleza data del s.XIV. La ubicación de la misma parece un lugar perfecto para fines defensivos. Rodeada de acantilados en un saliente de rocas se alza este castillo-fuerte que, a pesar del enclave, fue asediado en diferentes momentos de su historia.

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Una vez que pasó el tiempo en el que las fortalezas tenían un papel estratégico, fue cayendo en el olvido, hasta que terminó siendo vendida y pasó a ser una propiedad privada. Durante mucho tiempo, se estuvo trabajando en su reestructuración. Actualmente, está considerado Monumento Histórico.

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Hoy por hoy, es visitable, aunque no se puede a acceder a ninguna estancia concreta, varias se pueden admirar a través de algunas ventanas o rejas. Pero a pesar de no visitarse por dentro, sus jardines y la subida a lo alto de la torre, merecen la pena. Las vistas desde allí son impresionantes. Eso sí, para llegar arriba hay que subir por una estrecha escalera casi vertical con unas cuerdas en los laterales para agarrarse. No éramos muchos los visitantes aquel día, pero se formaban buenos atascos para llegar a la guinda del pastel.

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A ambos lados, el mar, acantilados, los jardines, las torres defensivas. Sin lugar a duda, una visita diferente en la Bretaña francesa que disfrutamos muchísimo. El precio de la entrada era de 5,70 euros y ofrecían por 0,20 céntimos más una especie de folleto informativo que todos los que allí estábamos parecía que ignorábamos.

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Después de subir, bajar, intentar pasear por cada rincón y disparar la cámara como si se fuera a acabar el mundo, decidimos abandonar Fort La Latte.

Una vez fuera del castillo, era tan bonito el paisaje y se aproximaba la hora de comer que pensamos que sería genial aprovechar que llevábamos provisiones para hacerlo en ese entorno. Y así anduvimos buscando algún lugar con sombra y comenzamos la subida. Siempre nos quedaba la opción de comer en la zona del aparcamiento, allí había un área con merenderos y baños (por cierto). Cerca del castillo no vimos lugar que nos convenciera.

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Cuando empezamos a subir, para ir camino del aparcamiento, lo hicimos con la misma actitud que si fuéramos a enfrentarnos al mismísimo Anapurna, pero lo cierto es que al final no fue nada.

A mitad de la cuesta, encontramos un banco rodeado de verde, nos pareció un sitio perfecto para sacar las ensaladas y la fruta (dicho así, parecemos hasta gente sana) y nos pusimos a comer con unas vistas chulísimas hacia el castillo.

Estábamos ya en nuestro momento sobremesa cuando una mujer británica, que pasaba por allí, nos dice que si le podemos hacer un hueco en el banco. Así, vamos juntando cadera con cadera, hasta estar bien arrimaditos todos. El que no escribe y yo estábamos viendo algunas fotos en el móvil y la mujer, al vernos así, presupone que querremos una foto juntos, así que se ofrece para hacérnosla. Durante un buen rato, se produce un intercambio de palabras entre nosotros. A a ver, ella hacía frases completas y nosotros usábamos monosílabos, al fin y al cabo, eso también es intercambio de palabras. Esto fue así por necesidad no por antipatía.

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Y tras el agradable rato de sobremesa, vamos al coche para poner rumbo a la siguiente parada Dinard (que no Dinan). Unos 50 minutos separan ambos lugares.

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Dinard, históricamente, ha sido conocida como una villa para el turismo aristócrata, “La Perla de la Costa Esmeralda” la llamaban. Acudían, aparte de “gente bien”, artistas reconocidos, el mismo Picasso en 1922, en una visita pintó allí su cuadro de “Dos mujeres corriendo por la playa”. Hoteles, restauración, eventos, fiestas, golf y un estilo a lo “Belle Epoque” dibujaban la ciudad a lo largo del tiempo.

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La “Belle-Epoque” que encontramos nada más llegar a Dinard fue muy diferente a lo que llevábamos en mente, la ciudad estaba llena de gente y estacionar el coche se convirtió en una tarea un tanto complicada. Además, nosotros estábamos ansiando ya nuestro café de después de comer que era el elixir de la vida para poder continuar con el viaje.

Finalmente conseguimos aparcar en la calle, pusimos de referencia una de sus playas, la Plage de l´Ecluse y en zona azul encontramos nuestro lugar.


Y nos dirigimos a la playa que estaba repleta de gente por el paseo marítimo, había algún espectáculo y varias terrazas. Perfecto para el café. Aunque ese café no resultó ser demasiado reconstituyente porque los rayos del sol se colaban por todos los lados y acabamos en posiciones que ni los más prestigiosos artistas del Circo del Sol han conseguido adoptar. Todo por un café espresso.

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Desde allí, comenzamos un paseo por su costa, hay un camino que te permite ir bordeando la ciudad. Se empieza a ver la dimensión que tienen las subidas y bajadas de marea por la zona ¿en qué lo notamos?. Para empezar, como "francés precavido vale por dos", para asegurarse el baño han construido una especie de piscina de agua salada para cuando la marea está baja, de manera que, habiendo metros y metros de arena hasta llegar al agua, casi a pie de paseo puedes encontrarte una especie de piscina enorme redonda donde parece pasarlo pipa el mundo cuando el agua retrocede.

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Otra de las señales de la dimensión de las mareas la encontramos cuando estamos llegando al Puerto Náutico y nos encontramos las embarcaciones como si estuvieran pastando en el campo y a lo lejos se intuye el mar. 

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Llamadnos iluminados, pero estos dos indicios nos hicieron pensar en las mareas… y acordarnos de que el Mont Saint-Michel no estaba tan lejos…

Lo que sí que está muy cerca de Dinard es Saint-Malo. Desde el sendero que va rodeando la ciudad se puede contemplar perfectamente el perfil de esta ciudad corsaria, que nosotros visitaríamos al día siguiente.

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Por este paseo también se van dejando, al otro lado que no es el mar (bajo), algunos chalets que sí tiene el estilo Belle-Epoque del que antes hablábamos.

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Y así va pasando el tiempo mientras vamos divisando toda la costa de Dinard por un camino muy agradable. Cuando miramos el reloj vemos que no queda demasiado para que nuestro ticket de aparcamiento caduque. Así que decidimos ir retrocediendo, pero en este caso por otro camino diferente, interior, que nos enseñe algo más de Dinard.

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Este nos lleva hasta un mirador sobre el que había un mini rojo que nos hizo mucha gracia. Nos volvemos a entretener intentando sacarnos fotos dejando la cámara en una papelera y más lugares imposibles y es entonces cuando de verdad el ticket caducaba.

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Desde ese momento, empieza la cuenta atrás, la gymkana para volver al coche por el camino más corto. El desafío a vida o muerte con el gps y la calles de la ciudad para localizar el vehículo y salir indemnes de esa situación. Vamos cruzándonos con alguna calle comercial, restaurantes y suponemos que más cosas que no podíamos casi mirar y llegamos al coche con solo 3 minutos sobre la hora. ¡Prueba superada! Por cierto, ¿no os pasa que en el extranjero estas cosas os estresan mucho más que en vuestra ciudad? A nosotros muchísimo.

En unos 25 minutos llegamos a Dinan. Directos al hotel a dejar el coche, subir a hacer un cambio de ropa un poquito más abrigada y salir de nuevo. Nos tocó dar una vuelta a la manzana para aparcar y cuando llegamos a la puerta del alojamiento encontramos tres sitios en la puerta. ¡Como nos gusta!

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Apenas 20 minutos en el hotel y a las 19:00 ya estamos de nuevo pisando suelo adoquinado del precioso Dinan. Aquel día, nos detuvimos en el centro histórico, sus plazas de Merciers y Cordaliers, que son impactantes, con las construcciones de entramado de madera, soportales, la irregularidad e inclinación de sus fachadas, preciosas.

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También vemos la Torre del Reloj (Tour de l’Horloge), del s.XV y a la que no pudimos subir para ver las vistas desde allí porque siempre, cuando llegábamos, estaba cerrada.

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Callejeamos, pasamos por la Basílica de San Salvador, del s.XII, aunque con varios elementos de siglos posteriores que la convierten en un edificio con una mezcla de estilos arquitectónicos.

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En nuestra caminata, previa a la cena, llegamos hasta el mirador que hay sobre el Dinan “bajo”, el que está a orillas del río Race, donde cenamos la noche anterior.

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Y ya aprovechamos también para subir a la muralla por las escaleras que hay al lado de la Puerta Jerzual de la que hablamos ayer, desde arriba hay una vista chulísima de la calle Jerzual.

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En esos momentos, la debilidad ya nos invadía y el reloj de nuevo nos indicaba que era la hora de pensar dónde cenar si no queríamos vernos con dificultades. En la calle Jerzual, el día anterior ,habíamos fichado una Creperie. Echamos un vistazo a Tripadvisor para ver una valoración general del lugar, no parecía mala, así que decidimos que sería el lugar elegido, tenía una terraza agradable y, en esos momentos, para nosotros era más que suficiente.

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Había mesa disponible, aliviados, nos disponemos a descansar. Pedimos dos galettes que, como siempre, compartiremos, sí somos mucho de compartir, vivo con miedo al día que decidamos compartir una aceituna. Una galette de jamón, queso y huevo. La otra de bacon patatas y algo más que hemos olvidado. Ninguna de las dos nos enamoraron, pero eran galettes y entraban bien. De postre, un crepe con chocolate, nata y helado de aftereight. Ese sí estaba buenísimo. Jarra de 0,5l de sidra bien fresquita. Total 31,70 euros. Cenamos bien, pero tampoco como para recomendar como infalible.

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Cuando terminamos de cenar no nos quedaban demasiadas fuerzas, aun así cuando eres un poco ansias siempre sientes que tienes que hacer algo más. Así que nos acercamos de nuevo al mirador en el que habíamos estado antes que tenía vistas sobre el puerto para intentar sacar alguna foto nocturna. No nos quedan demasiado vistosas, pero por nuestra parte que no quede.


Y desde ahí, en un paseo en el que arrastramos los pies por ese adoquín tan bonito, pero que a esas horas te hace sentirte un faquir, nos dirigimos al hotel. A las 22:45 entrábamos a la habitación. Intenté dar un salto doble con tirabuzón a la cama, pero me tuve que conformar con caer a plomo…

Al día siguiente nuevos destinos nos esperaban, el mundo que rodea al mar iba a ser protagonista…

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